El cambio inusitado que ocurrió en la Europa del Este al principiar la década de los noventa suscitó, de una punta a otra de Occidente, una sensación de triunfo político que revivió el optimismo de los demócratas ante la presentida prolongación de su sistema, al menos por dos siglos más. Los más cultos se olvidaron de Spengler y sus temores; los demás renovaron su fe en la necesidad de fortalecer las democracias débiles del Tercer Mundo, enrumbándolas hacia el crecimiento económico con justicia social.
Era, sin dudarlo, una tarea que tenía que asumir cada nación, sus poderes públicos y el Estado en general, bajo la responsabilidad de sus dirigentes políticos, de sus partidos y sus pueblos, sin derecho a equivocarse en el ejercicio pleno de su soberanía, de conformidad con la situación de cada una de ellas. No sería imposible una estrategia convenida entre organismos multilaterales como la ONU y la UE, por ejemplo, si se requirieren sus mecanismos institucionales para garantizar los resultados de una acción conjunta.
Los vientos no fueron siempre favorables. Como todo se globalizó, incluyendo la corrupción que explotan las empresas criminales organizadas por el narcotráfico, las democracias comenzaron a deslegitimarse y a poner sus poderes al servicio de esa internacionalización intoxicada por el delito más productivo. En las democracias –imposible negarlo– los actos públicos tienen código de barra en millones bien cifrados, sin formalidades distintas a las que la función pública está obligada a expedir en cumplimiento de la ley y los reglamentos.
Pero ya Harvard habló a través de sus científicos de la política, sus economistas, sus sociólogos y sus estadígrafos, y revelaron la preocupante rebelión de los demócratas contra las aberraciones del sistema y el descenso en la calidad de sus líderes. Con solo mirar a la Casa Blanca y ver lo que allí sucede, o a Inglaterra, España e Italia, se calcula el tamaño de la frustración de los socialdemócratas, los liberales, los conservadores moderados y los verdes de varias latitudes. Hasta los populistas menos fervorosos se asustan de salir a proponer soluciones en medio de tanto derrumbe inatajable.
Cada democracia, en cada país, tiene sus ventajas, sus desventajas, sus amenazas y sus nudos por desatar, aunque una línea matriz, o varias, las aproxime. Aparte de las infiltraciones de la criminalidad, la crisis de los partidos es casi una regla de conducta a un lado y otro de la geografía, según las conclusiones de Harvard, con la luz de esperanza de que los pueblos, a diferencia de los conductores políticos, exigen reducir las grietas entre el Estado democrático y sus objetivos esenciales, síntoma que podría acelerar un modelo de transformación que incluya quemar la costra de mafia que recubre a las democracias.
Los pueblos, a diferencia de los conductores políticos,
exigen reducir las grietas
entre el Estado democrático y sus objetivos esenciales
¿Es posible lo dicho antes donde hay más intereses que patrias? ¿O donde gobernantes, partidos y una mayoría de Estados giran alrededor de un negociazo que aglutina burócratas y particulares? El prohibicionismo, hasta hoy, ha sido más vigoroso que la inteligencia, las armas, las extradiciones, las cárceles y todas las variedades de represión. Pero la lógica que se aplicó contra otros vicios, como el alcohol, en el caso de los sicotrópicos es tabú, por ser numerosísimos los bolsillos por donde se mete el demonio de la codicia.
Con todo, pare decirlo en los términos de Howard Zinn en un libro demoledor, La otra historia de los Estados Unidos, las conclusiones de Harvard no servirán para reinventarnos la democracia. Los Estados Unidos mantienen al mundo como esclavo sin sumisión y emancipado sin libertad. Jamás se atreverá ningún país occidental con mucho que perder a comandar una campaña pro legalización de las sustancias controladas. En 1897, el senador Albert Beveridge aventuró una profecía: “El comercio mundial debe ser nuestro y lo será”.
El comercio vitando también es parte del portafolio, pero a expensas de la democracia.