El cuerpo de Yudi Olivella fue encontrado con una soga en el cuello y signos de una brutal agresión. Habían objetos tirados y cabello suelto en varias partes de su pequeña casa ubicada en el Concorde, un barrio popular del municipio de Malambo (Atlántico). Las sospechas de este atroz crimen apuntan hacia una joven pareja de inmigrantes venezolanos que estaban arrendados en su casa. Yudi era abogada, prestamista y administraba un café internet. Los móviles del crimen fueron materiales, pues los sospechosos hurtaron pertenencias y dinero producto del negocio que tenia la víctima. Ese mismo día los vecinos escucharon una discusión entre la víctima y los sospechosos; sin embargo, nadie intervino. Su cuerpo fue encontrado por otro inquilino que avisó inmediatamente a la comunidad.
La muerte de Yudi es la gota que rebosó el vaso del odio mezclado con miedo que ha provocado la migración masiva venezolana en Barranquilla y toda la costa. Ese síntoma infeccioso y creciente de la xenofobia se siente en el ambiente y la situación migratoria es ahora más tensa que nunca. Este nuevo caso de agresión y abuso de confianza sirvió como excusa para que los medios informativos digitales (Zona Cero, El Heraldo, etc.) perpetuaran otra vez ese amarillismo irresponsable, desmoralizado y conveniente que los caracteriza y los mantiene con “rating” mediático. Estos tabloides imprudentes enfatizan enérgicamente el hecho de que los sospechosos del crimen son venezolanos, de hecho, lo recalcan una y otra vez en cada nota de este doloroso e inesperado suceso, alimentando el resentimiento y empeorando la situación.
Es cierto que toda esta cuestión migratoria está fuera de control. Además, es cierto también que la vigilancia fronteriza es insuficiente, que la situación en Venezuela es un asunto que provoca dolor de cabeza y la inseguridad se encuentra en un punto de no retorno. Sin embargo, no podemos dejar que el miedo y el odio nos dividan. No somos categorías, no somos negros ni blancos, no somos colombianos o venezolanos, somos personas, algunas buenas, otras no tanto, y a estas alturas es muy difícil saber quién es quién, sobre todo en este país donde los mismos fiscales encargados de velar por nuestra seguridad y protección son procesados por corrupción. En Barranquilla reina la incertidumbre, pues ya no sabemos si depositar nuestra confianza en la gente es buena idea. Varias personas tienen el descaro de culpar a Yudi por actuar de muy buena fe. Eso no contribuye ni ayuda en nada, pues nadie predice el futuro. No podemos echarle la culpa por arrendar su casa a quienes se convertirían en sus futuros asesinos. Todos podemos caer, y desafortunadamente nos convertiremos en víctimas de alguien. La vida es así, un tumulto de consecuencias buenas y malas.
Yudi cayó en un trampa mortal, y de momento, los responsables de su muerte no han sido capturados. Algunos se muestran solidarios y dispuestos a colaborar, la otra gran mayoría solo se dedica a fomentar el odio contra los venezolanos, inflamando el miedo y la paranoia que ya existe en la región, actitud que demuestra poca humanidad y evidencia la falta de sentido común que reviste a nuestros congéneres. Los que pagarán los platos rotos de esta campaña, anti-Venezuela patrocinada por los medios de comunicación, son aquellos hijos honrados del vecino país que vienen en busca de una vida mejor, aquellos que salieron huyendo con su ropa y sus esperanzas hacia Colombia y de momento están sometidos a trabajos mal pagados para subsistir. Todo ese odio que destila la gente por internet no puede remediar crisis migratoria que nos azota de momento, tampoco le devolverá la esperanza a la familia de Yudi, a quien conocí personalmente y le recuerdo por ser emprendedora, y por tener un sentido del humor algo negro. La última vez que la vi fue hace un año y me dijo entre risas: “estas caído conmigo, ah".