Fumémonos un porro
Opinión

Fumémonos un porro

Por:
noviembre 28, 2013
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Era salir todas las noches de clase e irse al cine Riviera. Un día  anunciaron Blow up, Vergel me dijo que si veíamos esa película trabados la íbamos a entender mejor. Yo le dije que de una y le oculté que nunca la había probado.

Me lo ofreció servido, encendido y yo se lo entregué ensalivado, carburado. Mientras sentía que una mano invisible me estrujaba el esófago y que esos instantes, justo cuando por fin podía disfrutar de las virtudes del cannabis sativo, serían los últimos de esta pobre vida mía. Tosí y la mano invisible dejó de estrangularme. Entre el humo espeso de la marihuana todavía se veía Vergel, con el porro todavía en la mano y tan pálido que creí que en cualquier momento se iba a desmayar. Hablaba, recuerdo que le daba gracias al emperador Shen Nung quien en el 2727 a. C. probó las virtudes de la planta y la recomendó a todo chino que quisiera vivir una experiencia diferente. Un milenio después, en la India la usaban en ceremonias religiosas y la llamaban “fuente de felicidad y vida”.

—Incluso parcero, algunos brahamanes de la época ya hablaban de que la bareta podía servir de afrodisíaco.

—Es como tener el diablo en el cuerpo —decía mientras suspiraba y se daba un nuevo plon. Yo no disfrutaba nada, estaba paranoico e impaciente. No quería perderme por nada del mundo la ansiada película de Antonioni. Además estaba la policía, siempre pendiente de prender criminales, de hacerle pagar a uno con sangre los placeres recibidos.

—Pero no solo para fumar ha servido la plantica. Recuerde que los ingleses la plantaban en sus colonias para hacer ropa y las cuerdas con que sostenían las velas en los barcos. A todos esos colonos les fascinaba, y algunos hasta dejaban uno que otro moño para el consumo social. No solo de café vive el hombre mi hermano —con sus dedos anaranjados me pasaba lo que ya no era un bareto sino una pata. La agarré como pude y fumé; sentí cómo por dentro de mi cuerpo el humo se convertía en sangre. A Vergel no lo callaba nadie y yo estaba ansioso por entrar al Riviera y  ver cómo era eso de adaptar a Cortázar al cine.

—Washington la cultivaba y en uno de sus diarios confiesa que la “preparación artificial de cannabis originaria de Silesia es verdaderamente una maravilla” —me decía el hombre de los ojos rojos—. John Adams, el segundo presidente de los Estados Unidos, también la cultivó y solía aconsejar a todo el mundo que la cultivara donde pudiera porque allí iba a estar el futuro de la nación.

Me habló de Thomas Jefferson quien deseaba “un mundo de cannabis para nuestro propio consumo”. Soltó una carcajada al recordar que “La Constitución de los Estados Unidos había sido escrita en papel de cannabis”. Yo tenía sed. Al hablar el labio superior quedaba pegado a la encía. Como pude llegamos a una tienda y pedí una bolsa de agua que bebí al instante. Vergel andaba fundido en sus propios pensamientos, se imaginaba a los soldados de Napoleón volviendo todos trabados de las campañas de Egipto o a Bill Clinton consumiéndola sin retener el humo, vaya tontería, “No como Obama que sí se lo tragó” disertaba ya hundido en su inconsciente este baretero impenitente.

Adentro de la sala refunfuñaba: “Lo peor es la hipocresía, puedo enumerar 50 personajes notables de la historia que la consumieron, puedo decir que es buena para el glaucoma, que previene el cáncer que es un afrodisiaco y un analgésico, que con sus hojas se podrían hacer libros y evitar talar tantos árboles.” Se apagaron las luces y también su perorata sin sentido.

Pasaron las dos horas. Salimos, la ciudad olía a pan caliente. En el camino de vuelta a los terrenos de la universidad Vergel sacó la pata que aún había quedado y la encendió.

—Fueron la industria farmacéutica, la industria del nylon y las tabacaleras las que empezaron a atacar a la planta. Aparecieron todos esos artículos ridículos donde decían que a los hombres nos podían crecer tetas si fumábamos.

»Tuvimos que esperar hasta los sesenta para que los hippies hicieran explotar la contracultura. Está comprobado mi viejito que las épocas de mayor esplendor cultural y artístico están ligadas al  auge del consumo de marihuana. Eso lo tenía claro Nixon, por eso lo primero que hizo al llegar fue declararle la guerra a todos esos mechudos, sus enemigos, los que pastaban cada noche en los jardines de la Casa Blanca esperando que el fascismo se fuera de allí. »

Los hippies se fueron a pie, Nixon lo haría algunos años después en un helicóptero.

—La planta y sus poderes nunca se van a ir —me repetía una y otra vez este aprendiz de Castaneda—. Y cuando ellos la cultiven, cuando ellos estén en capacidad de exportar la plata, entonces será legal… y nadie, absolutamente nadie llorará nuestros muertos, los muertos que hemos puesto en esta guerra infame —sentenció Vergel.

Me quedé toda la noche mirando el techo, pensando en mis manos que a fuerza de mirarlas se habían vuelto invisibles. Los párpados cayeron y afuera se escuchaban los ecos de una ranchera. Dormí profundo hasta el otro día.

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