–Aló Aló. ¿Quién me contesta? –
–Acá el cura secretario del arzobispo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? –
–Con el papa Francisco–
–Che, entonces yo soy la Madre Teresa de Calcuta… Bla, bla bla…–.
“El diablo frecuenta soledades”, frase del sabio argentino Gustavo Cerati. Yo diría que el diablo frecuenta ocios también, por eso escribo este ocioso artículo…
Y en Colombia, algunos solitarios de esos que frecuenta el diablo por su terca soledad, lamentan la venida del papa Francisco porque Su Santidad predica la humildad, la devocionalidad popular y, sobre todo, la paz como valor supremo de una sociedad. Hay por ahí un viejito político que lidera un canal de televisión católico colombiano y se atreve a cuestionar la legitimidad del papa, tan solo porque cree que Francisco es comunista porque apoyó el proceso de paz con las Farc, aquellos exguerrilleros que ahora tienen como símbolo una rosita (parece un sueño, pero es una realidad que me alegra. Hace seis años no hubiera podido imaginar lo que veo ahora de las Farc. Es algo así como imaginar hace 10 años que el próximo papa sería argentino o que la reina de Holanda fuera argentina).
Lamentamos que sea de Colombia el primer católico que cree que el papa Pacho no es legítimamente papa y que el pontífice “le pavimenta las puertas al Anticristo”, así como también deploramos que un colombiano fuera el primer narcotraficante que superó a la mafia de Al Capone en los años 80. Colombia también es el país de Juanes, Shakira, Carlos Vives, Choquibtown, Herencia de Timbiquí, del inventor del marcapasos, de la bandeja paisa y el ajiaco, del bello realismo mágico, y donde un político logró que su partido se convierta en todo un dogma que tiene como logo su retrato oscurecido con la mano en un corazón como el del Chapulín Colorado. Tanto fanatismo tiene la devoción a este ex presidente del logo con su sombra, que algunos de sus devotos difunden estampitas twitteadas del Sagrado Corazón de Jesús con el rostro del caudillo de la seguridad democrática que se cree dueño de la verdad, de la guerra y de los sentimientos de los colombianos. Francisco es todo lo contrario a la autodevoción de su propia imagen y nos va a dar la lección de humildad que necesitamos los colombianos para no estancarnos en el tiempo y en la maldita guerra.
En este cuento terapéutico para entender al papa Francisco, me imagino un cura argentino visitando al psicoanalista, tal como lo hizo el papa Bergoglio cuando era un joven sacerdote jesuita, que por su dolor de no haber podido hacer más por su comunidad y su prójimo enfrentó una seria depresión. Él ya había hecho mucho, pero no lo contaba y creía que no era suficiente todo lo que había hecho por salvar unas vidas durante la dictadura. No le interesaba contarlo y por eso nadie se enteraba. Humildad. La psicoanalista del futuro papa era judía y años después el Padre Bergoglio la visitó en su lecho de muerte para confortarla. Este momento de fragilidad psicológica de nuestro actual Pontífice fue el Monte de los Olivos del entonces sacerdote jesuita, en donde Cristo sudó sangre al ver la traición y la ignominia de sus más cercanos. Mi amigo jesuita, el Padre Sojo, un ex boxeador de más de dos metros, con la apariencia de un Goliat, acogió al futuro papa en su parroquia preocupado siempre por hacer sentir bien al joven que ni siquiera tenía en su mente ser papa. Era frecuente ver al padre Sojo con sus guantes de box y con sus fuertes sermones denunciando las injusticias. Sojo siempre fue un sacerdote culto, descomplicado y con muy buen sentido del humor, que enfrentó desde el pulpito a las dictaduras y monopolios del pensamiento. El general Perón, que amaba al fascismo de Mussolini, le tenía miedo a las palabras del gigante sacerdote que combatía el caudillismo de quienes se creían dueños únicos de la verdad.
El cura de este cuento que les voy a contar, no es Bergoglio ni el gigante Sojo. El cura está en su terapia de grupo, un círculo en el que hay gente de todas las religiones, creencias, equipos de futbol y otros tres sacerdotes más que atraviesan un momento psicológico que necesita una solución urgente. A veces creemos que una persona normal no necesita ayuda psicológica en algún momento de su vida. Y es todo un acto terapéutico de humildad acudir al psicólogo. El cura del cuento reflexionó que si el papa Francisco tuvo tratamiento psicológico en su juventud, aquello no era malo y no había ninguna vergüenza en someterse a algo que es muy normal para cualquier persona que pase por una depresión o una crisis fóbica.
El cura paciente se muestra impaciente. Es argentino, y tiene la manía de siempre pensar en “YO, mí, mío, mía”, y otros “YOísmos”. Entendamos que es argentino, y resulta que el papa Francisco, es todo lo contrario a este pensamiento egocéntrico y ególatra, que a veces corroe a uno que otro compatriota suyo. Su humildad, desde ya lo hace candidato a ser un futuro santo canonizado.
–Doctor, YO soy sacerdote, y me da vergüenza hablar de mis problemas en público, pero YO les puedo dar mi sermón, mejor dicho, YO puedo contarles todo sin ningún problema como si fuera mi sermón de mañana que dice así: “Me siento así por culpa de la bipolaridad de este mundo inmundo y mundano. Mundo, demonio y carne, los enemigos del hombre. Perdimos ya el norte, aunque Argentina gobierna el sur del mundo y Uruguay es la nación más cercana al cielo por estar pegada a la Argentina. Perdimos los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales, las cuatro virtudes: La fortaleza, que es aquella que nos hace fuertes cuando decimos no a lo que es no, y sí a lo que es sí. La prudencia, que tiene que ver con la humildad, aquella que hace que respetemos los espacios de los demás y no ser inoportunos. La justicia, aquella que hace que todo tenga su lugar y su espacio justo, la que nos muestra cuales son nuestros deberes y derechos y la fidelidad a éstos. La templanza, que tiene que ver con el equilibrio, la moderación, la sobriedad y la continencia. Es la armonía y buena disposición de las cosas, es sujetar todo a la razón y al sentido común. El que tiene temple es valiente porque vence sus miedos, es equilibrado y temperado. La fortaleza, la templanza, la prudencia y la justicia, son lo que nos hace fuertes...”, y ¡YO - no - lo -soy! Confieso que YO no soy fuerte–.
–Estando YO de visita en el Vaticano, el papa Pacho se me acercó por mi olor y me preguntó que perfume utilizaba, y YO le dije con “orgullo argentino” el nombre y el precio, que por cierto no me atrevo a mencionarlo acá por lo caro y oloroso que es. Vale más que todos los diezmos juntos de Carlos Slim, Donald Trump, Bill Gates y Leonardo Di Caprio, que tiene apellido argentino. El papa, al YO decirle la marca de mi colonia, sonrió y me reveló que todavía YO no estaba preparado para ser buen sacerdote, porque todavía no huelo a pastor de ovejas, porque “un pastor de ovejas huele a oveja” y no a perfumes finos... Estoy deprimidoooo, porque no soy un buen ejemplo por culpa de mi buen olor. El ejemplo no es apariencia, forma o marca, sino fondo, contenido y calidad interior. Francisco, el papa, me dijo que siguiera intentando tener olor de oveja, que nunca es tarde para volver al rumbo del rebaño... ¡Buuuaaaa! Y YO, lo que no quiero es dejar de oler a mi perfume favorito... ¡Che! ¡Qué problema! Jorge Mario Bergoglio, el Papa, me reiteró que tengo que dar un paso a la pobreza para dar ejemplo y ser otro Cristo, y que tan solo bastaría con un saltito de mi parte. Luego me dejó una nota escrita en un pedazo de bolsa: “para superar el ego acordate del niño interior que hay en todos nosotros cuando leemos a Mafalda. Mafalda es argentina Cheee… ¿No te has dado cuenta? Estudiar el Evangelio y Mafalda será tu tarea–.
La llamada del papa
Hablemos del psicoanálisis para curas. El cura argentino en mención sin darse cuenta estaba liberando su tensión y egoísmo a través de una terapia de grupo en la que se estableció lo que se conoce como psicología inversa, tan inversa que en vez de pecadores confesando sus pecados, hay un cura confesor confesando sus problemas psicológicos a los demás pecadores. El doc les advierte a los pacientes: –ahora que estamos escuchando al compañero cura confesar su confesión sicológica, recuerden que lo que sucede en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Top secret de confesión–. Uno de los pacientes interrumpió: –Si Nicolás Maduro hubiera estado en esta terapia habría dicho que de seguro él conocía ese motel Vegas en Caracas–. Todos se rieron, menos el cura. –Padre, reírse hace parte de este tratamiento de liberación. Libérese, siéntase cómodo, suelte esa risa–, le indica el psicoanalista.
Volviendo a la terapia de grupo, lo que ocurría en ese momento era una confesión al revés o confesión pública del confesor, lo que en cierta forma deberían hacer algunos arrepentidos actores de la violencia en Colombia para liberarse de esos demonios que acosan sus conciencias y soledades. Se generó un sentimiento de liberación entre los sacerdotes confesados y, al mismo tiempo, un sentimiento de poder entre los otros y las otras que no eran clérigos al escuchar lo humanos que son los ungidos por Dios. El papa Francisco, más que sentirse papa, se siente un ser humano más, igual a los demás. Por eso hace algunas décadas él se hizo atender de una psicoanalista que lo ayudó a resolver su problema de autoestima.
Estaba también en la terapia del cuento mío, el sacerdote argentino que le contestó la llamada al mismo papa... ¡Síííí, al mismísimo papa...! Quienes vivieron a Bergoglio como arzobispo se dieron cuenta que su sonrisa era tan solo uno de los aspectos del severo, sacrificado, austero y pobre futuro papa. En mi colegio jesuita, los novicios jesuitas argentinos también decían palabrones y ponían apodos a todo el mundo. Ellos mismos se rebautizaron con apodos para mostrar un aspecto en el que el bullying no tiene cabida. “Todos tenemos que ver los apodos como positivos elementos identificativos de marca y no como armas destructivas del matoneo”, señalaba Bayín. Bayín era el apodo del Padre Rossi, secretario de Bergoglio en algún momento, y mi profesor Poroto es el gran orador sagrado, actual obispo auxiliar de Buenos Aires, Mons. Giovando. El otro día le mandé un mensaje a Poroto, el obispo, y una secretaria me dijo que ya se lo había comunicado a “Poroto”. “Para que mortificarse por un apodo, si puede ser tu marca de éxito”, nos recalcaban estos novicios jesuitas a nosotros los estudiantes del exclusivo Colegio Javier. Todo esto se lo aprendieron al provincial jesuita argentino, Jorge Mario Bergoglio, que los había enviado al Colegio Javier, en Guayaquil, para recordarnos que no éramos la élite, sino jóvenes normales que debíamos servir a la sociedad y al prójimo. Era un colegio en que había mucho bullying entre los estudiantes, y enterado Bergoglio, decide enviar a sus novicios a Ecuador para enseñarnos a tolerar las diferencias y para que en su formación como jesuitas aprendan a lidiar y solucionar estas tensas situaciones.
El actual papa también dice palabrones, pero no de alta vulgaridad. A veces se le salen las palabras “boludo” o “quilombo”. Y si le duele algo, solo dice la primera sílaba de lo que es una mala palabra. Bergoglio un ser normal que anda en bus y metro siendo cardenal y que llama a su periodiquero de cabecera apenas es electo papa para decirle que ya no le deje los diarios en su casa cural porque lo eligieron papa, y que le enviaría el dinero que le debía por los periódicos fiados. El periodiquero fue el primero en enterarse que Bergoglio, un argentino, era el papa. Bergoglio, el hombre del nuevo aire, trajo buenos aires al mundo y a la iglesia, y entendió que liderar es fundirse con los demás.
El otro cura que estaba en la terapia de mi cuento, había contestado el teléfono de la Arquidiócesis de Buenos Aires. –Doctor, el que estaba al teléfono me dijo que era el papa y yo le conteste: “Che, entonces yo soy la Madre Teresa de Calcuta”. Lo que me molestó fue cuando el supuesto papa me habló confianzudamente: “Che, decime tu nombre boludo”. Yo se lo di, a lo que me respondió, con mi nombre emocionadamente como si yo fuera una estrella de cine: “Soy tu antiguo jefe, no lo recordás o es que ahora que soy el papa ya nadie me quiere hablar. Che, soy igual ser humano que vos”.
Para demostrarme quien era, me hizo recordar algo que compartimos en nuestro apostolado con los indigentes y mendigos, entonces entendí que era el papa, mi antiguo jefe, el que ahora prefiere andar en Renault 4 o en microbús y que vive en una pensión cural. Me dijo en forma muy severa, “decile al obispo que me reemplazó que acaba de llamar el papa Franciso, y que bajo ninguna circunstancia voy a permitir que se haga una estatua mía y que la coloquen en alguna iglesia como si yo fuera un santo. Decile que mando a decir que retiren esa estatua mía de la que están hablando todos los noticieros. Y afirmale que hay que dar ejemplo de humildad, y que se deje de tantas pavadas, ¡cheeee…! Dios te bendiga compañero”. Lo que no puedo superar es que le cogí fobia a los teléfonos. Me dio mucho miedo decirle a mi superior que retirara la estatua, pues por más papa que quiera cambiar la papa frita de la iglesia, mi jefe inmediato no me iba a creer lo que pasó. Fui valientemente donde el nuevo obispo, mi jefe, el que reemplazó al papa Bergoglio. “Monseñor, me acaba de llamar el papa”. El obispo soltó una risotada diciendo: “Claro y usted le contestó que era la Madre Teresa en persona”. “Sí, Monseñor”. “A ver, no me venga con esas bromas de Tinelli, y vaya a con su misa a otra parte”. Quedé con el trauma del miedo paranoico de contestar llamadas. Todavía estoy con la impresión de que nadie me crea nada. ¡Hablé con el papa, y nadie me creyó! Para suerte mía, el papa volvió a llamar, y esta vez contesto el obispo. Yo solo vi cuando el monseñor le contestó: “Sí y yo soy la Madre Teresa de Calcuta”, luego de lo cual, lo vi ponerse rojo, temblar y colgar callado. Me dio la orden inmediata de retirar la estatua del papa Francisco de donde estaba… Vine a esta terapia porque tengo un problema, y es que creo que nadie me cree cada vez que digo algo. Por cierto, me adueñé de la escultura, porque ya nadie la quería. Me imagino la risotada infantil del papa después de la segunda llamada, ironizando ante unos cardenales sobre la cara que pudo haber puesto su sucesor de Buenos Aires. “Si yo recibo una llamada así del papa, me moriría de la pena”, comentaba Bergoglio. “Así que ya saben, nada de monumentos ni estatuas con mi nombre”–.
Es impresionante cómo el papa Francisco, con su humildad, su modestia y sinceridad, mueve el corazón de quienes uno menos se imagina. Estoy impresionado de que Florence Thomas, feminista admirable, súper anticatólica, haya escrito hace unos años un artículo en el que admite su “admiración ciega” al papa Francisco, y que su entusiasmo por el papa la está cegando... Existen los milagros, el mundo está cambiando... Y lo dijo una mujer a favor del aborto, reiterando su admiración ciega al mayor enemigo del aborto en el mundo: el papa Francisco. No lo puedo creer, no lo puedo creer, no lo puedo creer… Tampoco puedo mover mis pectorales como Edwin Garrido, el exprotagonista de novela, cuando repetía “no lo puedo creer”. Solo muevo mis neuronas tratando de comprender como el mundo está cambiando. Ojalá alguna bella mujer se fije en como muevo las neuronas de mi cerebro y se enamore de mí por mis pensamientos y no por mis pectorales, así como Florence Thomas admira ciegamente al papa, su mayor contendor… Y lo último no es un cuento.