Casi todas las personas con mal gusto tienen entre su arsenal de frases favoritas de mal gusto una en particular que suelen esgrimir cada tanto tiempo, cuando alguien los acusa de carecer de un sentido estético o selectivo en el momento de definir y seleccionar todo lo que consumen (incluyendo comidas, lugares que frecuentar, libros que leer, inclinaciones políticas, religiosas y sexuales, ideas, películas para ver, cortes de pelo, amigos, temáticas de conversación y trabajos que aceptar). Se trata de la famosa frase "Entre gustos no hay disgustos", y al parecer así como es de fácil decirla, lo es también ponerla en práctica y peor aún, convertirla en una forma de vivir y de pensar.Es así, de esta forma tan simple y azarosa, como un buen día de repente y de la nada, aparece la hija de algún vecino, embarazada a los 16 años, un familiar de uno estudiando para abogado o matriculado en alguna iglesia cristiana protestante de garaje, alguna prima casada con un aspirante a funcionario o político, o gente decente convirtiéndose en social demócrata o lamentando la muerte de Hugo Chávez.
En los años noventa, cuando estaba por entrar a la universidad y veía a todos los maristas del colegio Champagnat (que ya empezaban a hacer carrera como lamezuelas) y a sus novias, danzar como insensatos con la canción La ventanita de Sergio Vargas, con El meneíto y toda esa clase de música diseñada y pensada para exaltar los ánimos en épocas decembrinas, yo asumía que se trataba de un fenómeno propio únicamente de mi generación.
Lamentablemente tuve que crecer y mudarme a vivir a Rusia para concluir que el mal gusto es tan atemporal y eterno como el virus de la gripe.
Aquí, al otro lado del mundo,he sido testigo del rotundo éxito que tiene entre la gente Europea con mal gusto aquella aberración musical conocida como Despacito y me vi obligado increíblemente en la tierra de Anton Chejov y de Dostoievski a ver francesas escuchando reguetón, coreanos mandándose a poner cumbamba quirúrgicamente, a mexicanos dándoselas de profetas, pretendiendo interpretar la Torah, hablando todo el día de religión y tratando de convertir a los rusos en evangélicos. Me encontré a ecuatorianos mandándose a poner barba, a peruanos con nombres como Luigi o Carlo y con cara de Atahualpa y a centroamericanos dejándose crecer el pelo al estilo afro.
El mal gusto es atemporal. En la década de los noventas, no podía entender cómo en una era en la que surgieron el grunge, el rock de Seattle, Pearl Jam, Nirvana, los Smashing Pumpkins, pudiera haber gente que no se diera cuenta de que se estaba escribiendo la historia de la música y prefirieran meter las narices en libros de Pablo Coelho, Conny Méndez o Brian Weiss y ponerle como banda sonora a sus gustos literarios y espirituales, música de Sergio Vargas, de los Back Street Boys o Vallenato.
Posteriormente, cuando fui conociendo a personas de otras generaciones (algunas más jóvenes y otras más viejas que yo), de diferentes orígenes y de diferentes condiciones socio económicas, (algunas más pobres que yo y otros verdaderamente privilegiados), me dí cuenta que el mal gusto se manifestaba en todas las épocas, en todas las clases sociales y entre toda clase de personas. De lo contrario no hubiesen surgido las copias baratas de la religión monoteísta por excelencia, en especial el cristianismo de bodega o de portón, con pastores expresidiarios, feligreses exborrachos, exdelincuentes, exdrogadictos o malcasadas y dentro del cual, la piscina de un pestilente balneario público (estilo Comfamiliar), hace las veces de río Jordán bautismal o de Mosaica Mikvé, ni tampoco hubiese surgido esa otra detestable religión del odio que planta bombas y que apedrea a mujeres.
En resumidas cuentas, me percaté de que el mal gusto no era cuestión de raza, condición social, credo o inclinaciones políticas o sexuales. De lo contrario, jamás hubiese logrado conocer a africanos que escuchasen a Bach y leyeran a James Joyce (porque los hay), ni tampoco hubiese tenido que presenciar la conversión patética de mis mejores amigos de la época, que se preciaban de ser de rancio abolengo mestizo blancoide ibérico, hacia el vallenato, el merengue, la champeta, el reguetón y todos esos ritmos que tanto exaltaban la excitación reproductiva.
En aquellos años aciagos la ecuación era simple. O te dejabas llevar por el fervor dionisiaco de la frívola música tropical de la época, o te quedabas solo "como un burro amarrado en la puerta del baile", como recita la canción de la célebre banda catalana "El último de la fila".
Pero qué hago yo aquí hablando de buen gusto, por favor, si no he hecho otra cosa durante toda mi vida que consumir detritos corporativos y criticar a otras formas de desechos corporativos, literarios, ideológicos, musicales, cinematográficos, científicos y filosóficos.
Lastimosamente este consumismo de seudocultura es la triste realidad de la clase trabajadora latinoamericana a la que pertenezco, y que tanta confusión le produjo a los aspirantes a beatniks como Antonio Caballero (aunque el tipo nació privilegiado), cuya única novela a mi modo de ver es una verdadera fruslería de mal gusto, o a tipos como los integrantes de la banda de rock Los Prisioneros de Chile, que terminaron reivindicando la identidad latinoamericana con tonadas impunemente usurpadas a la legendaria banda de Manchester, Joy Division y a los londinenses The Clash.
Pero bueno, creo que entre tanta confusión, se debería exaltar la iniciativa de todos aquellos que entre los despojos que están obligados a consumir, escogen la opción menos degradante para la esencia del espíritu humano que en este caso serían el rock, la información y la cultura alternativos.
Hay que tener al menos un mínimo criterio histórico y artístico de las cosas, para darse cuenta del valor de lo que trataron de hacer los Sex Pistols o Nirvana cada uno en su época, de la herencia dejada por Andy Warhol y Lou Reed y de que su mensaje aunque no pretendiera crear una corriente intelectual, fue al menos un poco más profundo que lo que trataban de transmitir Madonna y otros artistas mainstream, u hoy en día todos esos esperpentos musicales que vienen del centro del continente y del caribe y que logran hacer de lo explícito, algo completamente ordinario.
Una cosa fue exponer las tragedias generacionales de la falta de oportunidades y el desempleo a través del arte, como lo hicieron en su tiempo los punkeros británicos, cantarle a la ira adolescente como lo hicieron Nirvana o Pearl Jam o a la ruina de la vida en medio de una América Post Reagan en el cual la única salida era el refugio y el desvanecimiento en una nube de drogas como lo hizo Alice in Chains.
Una cosa es expresar la frustración, sublimando esta inclinación natural del ser humano a través de sonidos contundentes de guitarra y otra cosa muy diferente es esa creatividad playera y soleada adosada con narco tintes, auto tune y dólares que está invadiendo las mentes de los insustanciales post millennials de hoy en día.
El verdadero mal gusto, el visceral, es al fin y al cabo una condición aristocrática al igual que la capacidad de venganza, hay que recordar a Fritigerno y Alarico cuando ya hartos de la humillación y el maltrato del imperio romano decidieron cargarse no solo a las colonias romanas del este de Europa si no invadir la ciudad insignia del imperio.
Fue necesario tener un orgullo a prueba de todo y demasiado valor para haber hecho algo así, además de un exquisito mal gusto).
La capacidad de enojar a los demás es sin duda también una condición aristrocrática.
Es necesario además recordar, que hasta para tener mal gusto se debe tener buen gusto.
Una cosa es tener un mal gusto vulgar, como el que se necesita para comprar y leer un libro escrito por Dan Brown, para escuchar bachata, reguetón o vallenato, para irse a vivir por voluntad propia a Tumaco, Tuluá o Cúcuta o para apoyar a Donald Trump, y otra cosa es tener un mal gusto auténtico y visceral, como el que se necesita para fundar una banda como Marilyn Manson y poner a todos los white anglosaxon protestants de un país a temblar de miedo o como el que se necesita para ser Mick Jagger y que le importe un bledo serlo.
Dejemos entonces el verdadero mal gusto a los outsiders auténticos y de rancio abolengo o a aquellos que pueden poner a temblar al mundo, como lo hizo George W. Bush con sus invasiones que terminaron creando uno de los peores males que aquejan hoy en día a la civilización occidental, o a aquellos que pueden verdaderamente enojar a los poderosos, como lo hizo Fidel Castro con sus sudaderas Adidas.
Dejémosle el verdadero mal gusto a los desadaptados y a los verdaderos anarquistas y dejémosle el verdadero buen gusto a los graduados de Yale, (no a nuestros preppys, frat boys y frat girls criollos que juran que tienen buen gusto porque mami y papi o un tío tienen finca en Peñalisa o porque han estado una o dos veces en Miami).
Dejémosle el verdadero buen gusto a los intelectuales reaccionarios como Nicolás Gómez Dávila, tan odiados por aquella masa idiota y biempensante que a punta de amor, de socialismo trasnochado y de tratar de igualar a todo el mundo por lo bajo, piensa que la verdadera intelectualidad consiste en ponerse una camiseta con la cara del Ché Guevara estampada, haber apoyado a Bernie Sanders, ser políticamente correcto y permitir la entrada de peligrosas masas de inmigrantes al continente Europeo y a Norteamérica, sin nisiquiera atreverse a cuestionar sus verdaderas intenciones.
Dejemos el verdadero buen gusto a los que pueden permitírselo, a los judíos ricos de New York, que son los que verdaderamente tienen el chupetín por el palito en este mundo pletórico de sinsabores, aunque hay que reconocer que entre los descendientes de Abraham también existe el mal gusto, como entre estos de Lev Tahor, que visten a sus mujeres como si fueran una especie de mujeres talibanes judías y celebran matrimonios entre niños que no superan los quince años.
Dejémosles a todos esos el verdadero buen gusto y sigamos escribiendo por pura diversión y mal gusto.
Notas:
1. Este artículo, pretende ser políticamente incorrecto y reaccionario desde el punto del humor y la sinrazón.
2. El autor de este artículo es un tipo con pésimo gusto.