Vivir en Bogotá plantea una expectativa distinta a la de otras ciudades de nuestro país, día a día los residentes de este colosal monstruo urbano observamos realidades, momentos e historias que nos permiten opinar más con lo que vivimos, que con lo que oímos.
Los días en la gran Bogotá son una particular aventura, el no especular e irritarse con lo que acontece en la vida cotidiana de la urbe es un asunto inevitable.
Incomprensible, por ejemplo, es observar cómo existe un transporte público tan contaminante y nocivo para los ciudadanos. Estos grandes y pequeños vehículos azules y rojos que sirven a la población para su movilidad ocasionan además del daño irremediable al aire y la salud de transeúntes desprevenidos, sin que las autoridades ambientales hagan nada al respecto, una incómoda verdad ignorada, un hecho silencioso notorio e inaudito que es apreciado y vivido por todos los que estamos acá, aspecto que evidencia claramente el incoherente discurso de la Administración Distrital y de su cabeza: Enrique Peñalosa y su intento de una política urbanística y ambiental agradable y desarrollada. Al final es solo humo.
Aunado lo anterior, me sorprende visión incoada por el actual mandatario capitalino sobre intervenir la carrera séptima en pro de la movilidad y no de los ciudadanos como artificiosamente él aduce hacerlo. Transmilenio es el gran avance a la impersonalización en nuestra ciudad, su concepción ideada para mejorar el transporte público generó el gran efecto colateral de contaminación, inseguridad y destrucción visual de los espacios urbanísticos por donde circula. Todo proyecto de infraestructura de alto nivel en su alcance y desarrollo tiene resultados y consecuencias derivadas. En el caso Transmilenio, el tiempo, los ciudadanos y Bogotá ya asumieron los altos impactos que no pueden repetirse.
Escuché la semana pasada declaraciones de Enrique Peñalosa sobre el costo político que implicaría su idea resuelta de empezar a estructurar la realización de la intervención de la carrera séptima para TransMilenio, afirmando que lo tomaría en favor del mejoramiento de la movilidad de la ciudad, situación que me lleva a pensar que el alcalde no tiene ningún riesgo político que correr, ya lo asumió y lo desembocó sin rumbo al posesionarse en las funciones de su cargo con la flagrante mentira de su formación académica. La particular exministra y columnista Cecilia López Montaño expresaba años atrás una idea sobre la carente ética pública de los políticos en su actuar, el alcalde distrital ya no puede remediar eso, pero sí puede hacerlo encaminando su misión y gestión pública más allá de sus unívocas obsesiones.
Como ciudadano considero que la séptima es una vía emblemática de la ciudad que merece resguardarse y mejorarse, buscando siempre opciones sostenibles a favor del ambiente y de los ciudadanos. Además, es una arteria vital que no solo moviliza individuos y vehículos, es un símbolo bogotano que permite un espacio de integración comercial, social y deportiva de personas.
Es hora de transcender los intereses de contratos millonarios de infraestructura de compañías automovilistas como Volvo e ideales desgastados de una ciudad de concreto preconcebida en los retro años noventa, el costo político está en trascender réditos económicos disfrazados de bien común. Enrique Peñalosa puede aún, cambiar la vía de Bogotá.