Desde la comodidad de un sillón en la ciudad, llenas nuestras barrigas de una buena cena, saciada nuestra sed y abrigado nuestro cuerpo, el día 23 de diciembre del 2016 me enteré que en la Guajira, al norte de Colombia, mi país natal, las personas no tenían el acceso mínimo al agua potable, lo cual había llevado a la muerte de más de 4.700 personas y a 37.000 más a vivir en estado de desnutrición. La noticia podría haber pasado inadvertida. Podría haber continuado con mi preparación para las compras de la cena de navidad, tal vez hubiera podido tener un sentimiento de compasión que me durara como máximo un segundo, reemplazado rápidamente por un meme divertido en Facebook, un mensaje publicitario en la pantalla del computador, o el tono del mensaje de Whatsapp que anuncia noticias, muchas veces banales, sobre algún conocido.
Pero algo extraño pasó en mí. Me detuve en esa noticia con la perplejidad de ver algo por primera vez, con el asombro de quien llegara como nuevo visitante a este planeta, y percibiera que las gentes han desarrollado la tecnología para conquistar el espacio y a la vez conservan la codicia que hace imposible que el problema de la sed o del hambre de nuestros congéneres haya desaparecido por completo de la faz de nuestra tierra. Esa sorpresa, única, nueva, implacable, me hizo detenerme por instantes, y un dolor profundo tocó mi interior como hacía mucho tiempo no ocurría con ninguna noticia que viniese del mundo que estaba más allá de mi zona confortable. Sedada por cincuenta años de guerra en Colombia, anestesiada de tanto dolor en Siria, adormecida con las noticias que me enteraba a diario por vivir en México, el segundo país más violento del planeta, en donde dos años antes 43 estudiantes desaparecieron como si nada hubiera pasado. En ese mínimo, en ese diminuto instante, sentí que lo que ocurría en la Guajira me estaba pasando también a mí, tocaba mi alma, y entonces, decidí seguir el rastro.
Los días siguientes me aterraron. Mis quince días de vacaciones los pasé hablando con todos mis familiares y amigos, quienes me decían que el problema de la crisis en la Guajira era la corrupción, que era que los Wayuu no llevaban a sus hijos a las clínicas, que los mayores comían antes que ellos, que la causa era el fenómeno del niño, que lo que pasaba era que los indígenas eran perezosos y se la pasaban bebiendo whisky. Claro, todas estas percepciones construidas a través de la información que llega a través de los medios de comunicación, o de preconceptos tradicionales con los que se percibe a quien vive lejos de uno. Pero algo en mi sentía que, aunque en algunos casos todo esto podía ser verdad, en el fondo había algo más, y me decidí a encontrarlo.
Recorrí todas las noticias que aparecían en la red sobre la Guajira. Vi uno a uno los documentales que diversas ONG han realizado. Me leí los informes de la Procuraduría y de la Defensoría del Pueblo, estudié a detalle las Medidas Cautelares que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió al Estado colombiano. Con una compañera de estudios emprendimos esta labor de investigación, de lectura, de interminables charlas y reflexiones. En el camino nos encontramos con el trabajo jurídico adelantado por la abogada Carolina Sáchica, con la campaña de Alex Bernal, con los documentales del Cinep, Pirry, Contravía, de Gonzalo Guillén, del alemán Jenz Schanze.
En medio de tanta avalancha de información, descubrimos el abandono estatal, los desplazamientos, la violencia a la que se han enfrentado las comunidades por el conflicto armado y por el territorio. Pero también nos encontramos con un pueblo que exhala belleza, colores, música, que irradia alegría, respeto por la naturaleza, valentía y gallardía. Un pueblo que sabe resistir, y cuya historia está enclavada en la lucha por mantenerse en pie a pesar de los intentos de colonización, que no paran hasta hoy. Un pueblo saqueado, cuyos líderes muchas veces han claudicado ante el fantasma del poder y del dinero, traicionando los intereses de su mismo pueblo, obnubilados por las cuantiosas sumas de las regalías de la minería, que al contrario de riqueza, solo han traído contaminación, separación entre ellos, muerte y desnutrición en la región. Un pueblo que ha tenido que desplazarse a otras ciudades al ver alterados sus sistemas tradicionales de subsistencia, absorbidos fácilmente por la ilusión del progreso, perdiendo para siempre su identidad originaria, y entregándose a la esclavitud de un sistema consumista que ha desvirtuado su cosmovisión originaria.
Cuando la protesta es la única voz que queda
El día 7 de febrero, en las redes la Nación Wayuú anunciaba que cumplían dos meses de resistencia en la comunidad de Katsaliamana, bloqueando la línea del tren que hace cuarenta años arranca de la tierra 37.000 toneladas de carbón al año, dejando como saldo kilómetros de tierra devastada, aire contaminado, 26 arroyos secados; un río, el único de la región, represado para servir a los intereses particulares; miles de personas muertas, y un departamento devastado por la corrupción.
En la manifestación aparecían las autoridades tradicionales y los palabreros. Porque ellos aún creen en la palabra como medio de conciliación, porque ellos aún creen en la fuerza de los espíritus y en la identidad cultural como única vía que nos puede salvar de las catástrofes del “progreso”. Esas autoridades ancestrales han permanecido allí, al lado de la vía férrea, recordándonos a todos los ciudadanos de Colombia y del mundo, a El Cerrejón, al Estado Colombiano, que ese territorio es ancestralmente de ellos. Que ellos han sabido protegerlo y cuidarlo, que ellos respetan la madre naturaleza, y que para ellos el río y las aguas de los arroyos no son mercancías, sino los proveedores de vida y supervivencia de la humanidad. Dos mujeres han permanecido allí, debajo de una enramada, a sol y viento durante veinticuatro horas al día, durante 210 días. Una pequeña bandera roja ondea al viento como una manifestación poética de la fuerza de una nación de arena y viento. Una nación que está dispuesta a defender la soberanía sobre su territorio, a defender la vida de sus niños, y a defender sobre todo los recursos naturales que nos pertenecen a todos los colombianos, pero fundamentalmente a toda la humanidad. Recursos naturales que no son renovables, y que en su ruta de extracción, producción y consumo, dejan huellas irreparables en nuestro planeta, que es también un ser vivo.
Es por eso que ofrezco un homenaje a estos guerreros de paz. Es por eso que invito a que unamos nuestras voces para apoyar su lucha y sus pedidos. Porque la voz de ellos debe ser nuestra misma voz. La voz de todos aquellos que hemos entendido que podemos vivir sin carbón, pero jamás sin agua. Que podemos sobrevivir sin carreteras y aeropuertos, pero no podremos vivir sin peces, sin aire, sin los recursos naturales que a toda prisa nos hemos encargado de acabar para satisfacer tantas necesidades superfluas.
Si, la responsabilidad también es nuestra. Italia dio el primer ejemplo dejando de comprar a una de las empresas de carbón de Colombia por estar “manchado de sangre”. Hagamos llegar este pedido a todo aquel consumidor de carbón de Colombia en el mundo entero. Por pequeño o grande que sea, digámosle que el carbón está secando las aguas de nuestro país, y que está represando un río que alimenta a 400.000 personas que dependen de él para vivir.
Que nuestra voz se desplace como las arenas del desierto y llegue pacíficamente a tocar lo humano de todos aquellos que aún no han entendido que somos un solo ser que camina en una casa conjunta, nuestra tierra. Que la arena lleve los sonidos del viento, y que los encargados liberen el agua, y permitan a nuestros ancestros continuar sus métodos tradicionales de vida y de identidad, para que así se demuestre que somos una humanidad mejor. No por el último celular, o por descubrir la vacuna contra el cáncer, sino porque aprendimos a convivir sin destruir lo que nos rodea.