Cuando la misión de Naciones Unidas en Colombia certificó el pasado 26 de junio que tenía en su poder las 7132 armas individuales de las Farc, un nuevo episodio de confrontación alrededor de la paz se desató en los ámbitos de la opinión y las redes sociales.
Como lo mostramos en la Fundación Ideas para la Paz, en el ya habitual “Pulso por la paz”, si bien en esta ocasión los hashtag en Twitter tuvieron una tendencia positiva frente a la dejación, en los contenidos de los mensajes sigue consolidándose la polarización y la contradicción férrea frente a la marcha del proceso de paz.
En este caso, Las opiniones de los tuiteros se dividieron prácticamente por mitades cuando se trató de defender o de atacar este nuevo hito del proceso con las Farc. Y el sobrio acto de dejación de armas realizado el día 28 en la Zona Veredal de Transición de Mesetas, en el Meta, exacerbó los ánimos de dos bandos que parecieran estar mucho más interesados en cobrarle a la contraparte que en dar pasos adelante en la senda de la reconciliación.
Los opinadores hicieron lo suyo: atizar el fuego. Léon Valencia escribió “Los que han querido continuar la guerra con las Farc fracasaron” y “Hoy es el día del gran fracaso de la derecha colombiana”; mientras María Jimena Duzán, en la misma línea, señaló “Que las Farc empiecen a dejar las armas solo es mala noticia para el uribismo. Los demás colombianos recibimos con júbilo la noticia”.
Por el lado contrario, Claudia Gurisatti mantuvo su crítica ácida al gobierno y trinó “Al fin qué? ¿No eran 14 000 armas? Nos piden creer pero con tanta contradicción lo mínimo es preguntarnos ¿Quién dice la verdad? ¿Quién miente?” Perspectiva que compartió Salud Hernández al decir “No entiendo la insistencia en que ya están todas las armas entregadas. Faltan las 900 caletas. En septiembre, otros shows con esas”.
Pero esas opiniones no solo reflejan agudas contradicciones, sino que hablan de un debate que es necesario en todas las democracias. En este punto suscribo a la propia Salud Hernández, quien ha insistido en que la confrontación fiera de ideas no es negativa por sí misma. Ella misma nos ha invitado, con razón, a admitir que el caso colombiano se caracteriza, precisamente, por una asombrosa corrección política, la cual no ha sido necesariamente benéfica para el debate público.
El verdadero problema es que los líderes políticos repliquen el mismo esquema de confrontación dual y simplista y, al mismo tiempo, se autoproclamen como los llamados a conducir a Colombia hacia la paz. Que los senadores y los candidatos a la presidencia anden en el mismo tono de los opinadores realmente es un mal presagio del tiempo que puede venir.
Honorio Henríquez, senador del Centro Democrático, espetó: “Día histórico: JM Santos y Farc engañan al país con dejación de armas e inician vida política, con 7000 armas y caletas con venia del ‘Nobel’”, y Claudia López, a una imagen del expresidente Uribe, le puso este pie de foto: “Momentico ¡Abran el container que se les quedó este pedacito de guerra. Terminemos bien el desarme para construir paz!“ Como ellos, los principales protagonistas del debate público se enfrascaron en la desesperante descalificación del opositor como fuente de la propia legitimidad.
En el río revuelto de las pasiones políticas, la manera más efectiva de pescar para el propio provecho es agudizar la confrontación y fomentar una visión en blanco y negro de la realidad. Eso, como lo saben los políticos, asegura los votos propios y construye la agenda de la derrota del contrario. Es la idea de triunfo como imposición. Es una verdadera lástima que pareciéramos estar cambiando las armas por los votos únicamente en los instrumentos. En las estrategias, la política seguirá siendo guerra y, por lo visto hasta el momento, existirán muy pocos dispuestos a reconstruir el debate público alrededor del reconocimiento del contrario.
El reto de la paz no es tanto la desactivación de las amenazas a la seguridad,
cuanto la capacidad de generar prosperidad
y de reconstruir las redes de relación en un país fracturado
Reconozcámoslo de una buena vez. En nuestro actual estado de cosas, el reto de la paz no tiene que ver tanto con la desactivación de las amenazas a la seguridad, sino con la capacidad de generar prosperidad y de reconstruir las redes de relación en un país fracturado.
El dilema de la seguridad existe y seguirá existiendo. El crimen mutará como también lo harán las estrategias estatales. Si hacemos las cosas bien, el Estado domesticará a los violentos y se pondrá un paso por delante de ellos, quedando reducida al mínimo su capacidad de cooptación, extracción de rentas e intimidación. En ese sentido hay que empeñarse a fondo para contrarrestar a las bacrim, al EPL, al ELN y a las nuevas manifestaciones de la criminalidad organizada y de las economías ilícitas.
Pero la paz como bien supremo tiene que ver con la posibilidad de mejorar las condiciones de vida objetivas de las personas y de propiciar espacios para la transformación constructiva de los sistemas de relación. En otras palabras, la paz es hija de la prosperidad consensuada, no de los arreglos impuestos. Y para llevar a cabo esta tarea, necesitamos líderes políticos que generen confianza y que estén dispuestos a superar una visión dicotómica de la realidad basada en generalizaciones.
Ya lo han dicho una y otra vez los estudiosos de la construcción de la paz. El principal desafío que enfrentan los líderes de las sociedades en disputa es comprender que el camino hacia la reconciliación no es el de conseguir mayores adeptos para una causa, cuando ella implica la negación del contrario, sino, precisamente, el de construir posibilidades para el diálogo entre personas que comprenden el mundo de manera diametralmente opuesta.
Tanto la guerrilla como el paramilitarismo son las duras expresiones de una sociedad que ha sido incapaz de dialogar consigo misma. El triunfo político de cualquier postura que soporte su poder en la negación de su contraparte es la mayor garantía de que será imposible superar los capítulos de nuestra oscura violencia.