Todavía recuerdo la historia que me contaron en mi infancia sobre el hombre que le levantó la mano a una mujer para pegarle y se le fue resecando lentamente. Poquito a poquito, suave, suavecito se le puso pequeña. Finalmente, la extremidad superior del miserable hombre se le pudrió. El señor se lamentaba de su desgracia, acusaba a su mujer del mal. Le gritaba que ella le había echado brujería en la comida, un día en que él se descuidó.
La gente del caserío sospechaba que la mujer era bruja, le había preparado un ritual maligno, un pacto con el diablo para que le enviara la desgracia a su marido. Se creyó que tal vez la señora lo haría en un acto de desesperación, porque físicamente se hallaba en desventaja ante el esposo. La estatura de ella era de unos 55 centímetros, mientras que el cónyuge medía 2 metros aproximadamente.
Las otras mujeres le daban la razón a la amiga. En voz baja le expresaban su solidaridad. Aquello lo veían como una actitud de justicia. “Eso le pasó por pegón. ¿Será que a él no lo parió una mujer?”, susurraban. El cuento se extendió de generación en generación hasta el sol de hoy.
A mí me gustaría que se extinguiera el machismo, no solo como gesto de solidaridad con las mujeres, sino por cuestiones personales, pues la tradición de violencia contra las mujeres atenta también contra los hombres. Tener que repetir hábitos y roles salvajes es un martirio para nosotros. No nos deja ser mejores personas.
El machismo es violencia contra las mujeres, contra los hombres, contra la raza humana. Nos lesiona, causa sufrimiento. Ningún ser humano sano consigue ser feliz causándole dolor a su semejante. Además, sobra exponer que es un acto de cobardía. Es renunciar a lo más hermoso de la humanidad.
Me disgusta ser un mero, mero macho, porque no quiero ser un cerdo asqueroso, ni una piedra de insensibilidad, ni mucho menos un misógino. Simplemente, un hombre que ríe, llora, siente, se enternece y sabe ser equilibradamente rudo en el momento correcto.
¿Qué los hombres no lloran? ¡Bah! A otro con ese cuento. No se imaginan lo que callamos los hombres.
¿Por qué tenemos que ser nosotros los que debemos tomar la iniciativa, ser los héroes de los cursis cuentos de hadas, o ser mujeriegos? Igualmente podemos decir que sí o que no, sin que por ello quede en entredicho nuestra inclinación sexual.
Yo soy de los que tienden a fraternizar con las personas rechazadas y discriminadas, con todo el que esté en la mala situación, porque entiendo lo que significa ser bienvenido a ninguna parte.
En un muro de concreto bogotano había una excitante publicación: “Si todavía tiemblas de indignación cuando ves a un indigente, es porque tú sigues siendo un ser humano”.
Tenemos que barrer la basura que llevamos por dentro para elevarnos muy alto y no reptar tan bajo.
El machismo es una de esas basuras. Yo no quiero ser ni machista ni homofóbico. No y no. Nací dentro de una cultura machista y homofóbica, pero me niego a reproducir comportamientos y actitudes contra grupo humano alguno. No quiero crear mi gueto, anhelo ser hermano de todos los hombres y mujeres de la tierra.