En Puerto Gaitán, población metense a orillas del río Manacacías, hay palabras que ya no se oyen por la calle: alazán tosta’o, entrepela’o, careto, zaino, o faja’o; en cambio, para Fernando esas son las señales con las que puede reconocer un caballo: por el color de su pelaje, por una mancha en las patas o por un lucero en la frente: “cada uno tiene su propia marca, su manera de distinguirse de los demás.”
Sobre las costas del río Muco vive Fernando con sus dos hermanas, con sus padres y con sus caballos. “Ese es Picure, el padrote, y está con Zaranda, la yegua de mi hermana Mercedes y abajo, en el potrero, deben estar Satélite, Tano y Colegial.” Él tiene doce años y es un niño llanero que ha visto cómo a esta región, a estos enormes bancos de sabana florecidos de mastranto, a estos morichales y esteros de agua han venido llegando compañías petroleras y ambiciosos proyectos agroindustriales. El llano es la última frontera agrícola e industrial, la nueva despensa de Colombia.
En 2003 la compañía petrolera canadiense Pacific Energy comenzó la explotación de Campo Rubiales, el yacimiento petrolero más grande del país. Un año después La Fazenda, un proyecto agrícola del grupo empresarial Aliar, sembró miles de hectáreas de soya y maíz para alimentar sus cerdos. Tierra a la vista. El empresario Luis Carlos Sarmiento Angulo compró miles de hectáreas de llano y sembró caucho. La empresa Riopaila-Castilla plantó un mar de caña para producir biocombustible.
Ahora se ven redes de conducción eléctrica, grandes silos y filas de carrotanques y maquinaria agrícola en movimiento, talleres de mecánica y hospederías por todos lados. Se ve el progreso, que como una tempestad, amontona los escombros de un mundo antiguo, de un llano que ya está entrando en la noche de la historia.
Santa Bárbara, la vereda en la que vive Fernando, había sido desde hace más de un siglo una región ganadera. A finales del siglo XIX, desde los llanos de Casanare y de Venezuela, llegaron las primeras familias fundadoras de hatos ganaderos. Pasando el río Meta por el puerto de Orocué, trajeron miles de cabezas de ganado, vaqueros y caballos con los que pudieron levantar las primeras ganaderías. Esos caballos y esos vaqueros que arriaron por décadas el ganado por todos los rincones de los hatos hoy están en vía de extinción.
“¿Para qué criar caballos si ya no hay ganado?, ¿para qué enseñar a enlazar un becerro o marcar un orejano? ya lo que hay para hacer es trabajar para alguna de las petroleras, o pedir trabajo en los cultivos de soya y de caucho”, dice Héctor, el papá de Fernando.
Hasta hace algunos años los niños del llano querían ser llaneros como lo era su papá y como lo había sido su abuelo; querían enlazar un novillo desde su caballo a pleno galope y querían pisar esta tierra bravía con la misma altivez de sus ancestros.
Cae la tarde y la brisa de la sabana hamaquea las ramas de los árboles, del samán y del aragüaney florecido, y por sobre sus copas pasan los alcaravanes cantando al vuelo. Fernando montado en la yegua va arriando los becerros hasta el encierro. Va silbando bajito. Mañana, con los primeros claros del día debe ir al ordeño: “voy retirado de la carretera porque la Zaranda se asusta con el ruido de los carrotanques”.
Y el cielo llanero se incendia de luces.