Viviendo en la condena

Viviendo en la condena

Después de entrar al mundo de las drogas, Andrés Felipe no volvió a ser el mismo. Luego de consumir y vender, terminó recluido en un centro de resocialización

Por: Brigida Berardinelli Garzón
junio 11, 2017
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Viviendo en la condena
Foto: El Espectador

Andrés Felipe estaba tirado en el suelo del baño de su casa cuando su hermana menor, Nataly, lo encontró. Se había desmayado por la inhalación de bóxer, pegamento industrial utilizado para provocar alteraciones mentales. El tapete estaba manchado, y él con 14 años ya era consumidor de una de las drogas más peligrosas que se comercian en Colombia.

Todo inició en noviembre de 2008, mes en que los padres de Andrés Felipe descubrieron su adicción a las drogas y también todos los problemas que hasta ese momento rodeaban a su hijo y que lo llevaron por decisión de la justicia a un centro de resocialización.

— ¿En qué horario lo consumías? —pregunté, asombrada de que sus papás no se dieran cuenta de lo que ocurría.
— Después del colegio, yo calculaba bien los tiempos para que cuando yo llegara a donde mis papás ya estuviese bien.
— ¿Y si lograbas estarlo?
—A veces, uno no es consciente porque está como en otro mundo.

A los 13 años Andrés Felipe entró al mundo de la droga y posteriormente al del microtráfico.

— ¿Qué fue lo primero que probé? — se toma unos segundos para mirar al vacío y pensar — me acuerdo que empecé con el ‘dick’. Yo me la pasaba en fiestas y era muy común ver a la gente con el tarro pegado en la boca inhalando. De tanto verlo, me dio curiosidad y terminé probándolo. Al principio, a mí ni siquiera me daban ganas de inhalar, pero luego fue como “¡ay, marica! todos hacen eso, entonces venga y ya”.

El ‘dick’ es un químico que se utiliza con fines industriales. Puede ser empleado como fumigante, desengrasante, para curtir cueros, quitar manchas e incluso componer aerosoles. Su inhalación produce efectos narcóticos, alterando el estado mental de las personas.

Con su amigo Mateo iniciaron el comercio de la sustancia en el colegio, aprovechando la popularidad del ‘dick’ entre sus compañeros. “Vendíamos los mangazos, es decir, remojábamos la manga con el químico para que pudieran inhalar. Si le echas poquito a la ropa no pasa nada, pero si sí, se decolora, se estira y se vuelve un parche. Como los busos del colegio eran de lana, se volvieron blancuzcos y por eso fue que nos pillaron”, me cuenta.

Luego, con el paso el tiempo, y por la música electrónica, según él, comenzó con la cocaína. A esas alturas el ‘dick’ era más difícil de conseguir y al volverse una droga más común perdió su encanto. Además, por decreto de la Policía, en los establecimientos donde lo venden es necesario presentar algún tipo de documento que certifique que este producto será usado con su fin original.

Así pues, “la cocaína era más fácil de cargar, o sea no tenía que tener un tarro, solo algo en el bolsillo. Si te van a requisar es muy fácil de esconder, nadie se daba cuenta. Usted no huele a nada, son dosis muy pequeñas”. Sin embargo, su adicción no quedó ahí, “después empecé a consumir pegante, eso sí fue más por manía. En el entorno todos lo hacían y a mí me dio curiosidad”.

En medio de esto, Andrés conoció a una niña del colegio. La relación no duró más que 7 siete meses, pero fue lo suficientemente significativa para afectarlo. Tras la ruptura se refugió aún más en las drogas, su consumo se volvió habitual. Con el dinero que ganaba vendiendo droga compraba pegante, sustancia que inhalaba a diario. Eso sí, siempre teniendo cuidado para que sus padres no los descubrieran.

No obstante, un día se dejó llevar por la pena de amor e hizo algo que jamás había intentado: drogarse en su casa. “Me metí al baño a oler pegante, pero fue un desastre. Se me untó la pantaloneta, el baño quedó oliendo a bóxer, traté de poner música en el computador y al tocar la pantalla el pegante la quemó. Al final, me desmayé y mi hermanita llamó a mi papá. Cuando él llegó, yo estaba despierto, pero me fui a dormir para no aguantar la cantaleta. Sin embargo, mi papá me dejó dormir un rato y luego me despertó. El aliento que tenía por el pegante era tremendo y por eso me pillaron”.

A partir de ahí comenzaron los peores meses de su vida. Iniciaron las citaciones del colegio, después al Bienestar familiar, y finalmente a los juzgados de menores. El colegio argumentó que Andrés no solo consumía, sino que además vendía, lo cual es un delito. Además, como él incitaba a sus compañeros al consumo, el colegio solicitó ayuda del estado, ya que no quería recibir a Andrés en sus instalaciones.

Carlos Rosero, abogado público de la Defensoría del Pueblo que asiste a los adolescentes en diferentes procesos judiciales, me explica porque se justifica la intervención del Estado: “Cuando se ve que el joven se ha salido de las manos de la familia y que es necesaria la intervención del Estado toca privarlos de la libertad. Es necesario privarlos de la libertad, sobre todo, por la reincidencia”.

Andrés Felipe no recuerda todas las citaciones a las que tuvo que asistir, pero seguro sus padres sí, por ser menor de edad siempre iba acompañado de ellos. Iba a citas con psicólogos, abogados, jueces y defensores. Antes de eso no había comprendido la magnitud de lo que había ocurrido, ignoraba que su pequeño negocio era microtráfico.

Fueron días complicados, tuvo que enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Cada vez que iba a los juzgados de menores sufría, era una experiencia extraña. En medio de todo seguía creyendo que todo era una exageración, que el colegio se estaba pasando y que sus padres solo estaban accediendo a los requerimientos de la institución.

No tuvo que volver más a ese lugar después de una reunión que su papá tuvo a solas con la juez y el defensor que llevaba su caso. No pudo evitar sentir alivio, creyó que ya todo estaba solucionado, que solo bastaría tener un buen comportamiento por unas semanas y podría volver a la normalidad.

Pasados unos días su padre lo despertó y le dijo que se alistara, que habían programado un viaje familiar. Andrés me cuenta: “a mí no me pareció raro, ya lo habíamos hablado previamente. Al momento de coger la flota mi mamá no vino con nosotros, solo dijo que nos veríamos allá. No le puse mucha atención, solo me coloqué los audífonos y me dormí. En medio del sueño, mi papá me despertó, me dijo que nos bajaríamos ahí”.

Hace una pausa y luego retoma: “después entramos a una finca muy linda, pero me pareció rarísimo que la gente estuviera uniformada. Ingenuamente pensé que eran los del aseo, en verdad no sospechaba nada. De la nada, mi papá me dijo que me fuera instalando, que me iba a quedar ahí un tiempito”.

Ante su asombro, no preguntó nada. Pensó que era un colegio militar, antes lo habían amenazado con eso. Su papá se fue, así no más. Firmó unos papeles y lo dejó. Andrés, sentado solo en un cuarto blanco con sillas de metal, intentaba mirar más allá, encontrar alguna pista. Ante el desconcierto y la extrañeza solo se quedó con la mirada perdida tratando de entender qué pasaba. No comprendía la naturaleza del lugar, le parecía un sitio agradable.

Se sentía solo y desorientado, como si este momento fuera una pausa en su vida. No pasaba nada, solo podía esperar que alguien viniese a reproducir este momento. Tuvo que entregar lo poco que llevaba: reproductor de música, audífonos, cordones de sus zapatillas DC, manillas, aretes, y su billetera. Cuando quedó sin nada, lo llevaron a un cuarto largo y oscuro, donde había alrededor de 17 catres. Se acomodó en uno, no habló con nadie, no fue capaz de preguntar nada.

***

“Al otro día, muy temprano, entre 3:30 a.m. y 4:30 a.m., me levantaron. Yo no quería, entonces me echaron un baldado de agua con hielo. Se sentía la capa que raspan del congelador. No me quedó más opción que levantarme, pero traté mal a todo el mundo. No me decían nada y ahí sospeché que pasaría algo extraño”.

Con expresión de desconcierto agrega: “cuando salí me pasaron un delantal de peluquería, me pidieron que me lo pusiera y me sentara, pero dije que no me iba a dejar cortar el pelo, lo tenía larguísimo. Yo tenía un celular, iba a llamar, y el man me lo rapó. Nos agarramos y pensé aquí me lo llevo o me lo llevo. Al final, el man me terminó dando tremenda muenda”.

Ahora se ríe ahora al recordar su ingenuidad al tratar de pelear — Me acuerdo que no le alcancé a pegar ni un solo puño, el man peleaba muy bien, me dio una pela durísima. Yo les decía que los iba a demandar, gritaba “mi papá me va a sacar de acá y usted me va a tener que pagar”. Y bueno, me peluquearon, me dejaron el pelo semicorto”.

Después llevaron a Andrés a una sala con aproximadamente 15 jóvenes más.
— Todos igual de desubicados que yo. La gente decía que eso era un centro de rehabilitación, un hogar de paso, alguna cosa del bienestar familiar, un colegio militar... nadie sabía nada.

Les mostraron un par de vídeos alusivos a los efectos de las drogas. — Esos vídeos típicos de motivación, y nos explicaron que íbamos a empezar un proceso de desintoxicación y un proceso de reinserción a la sociedad. No entendía, así que me paré delante de todo el mundo y le dije: “viejo ¿acaso los que estamos aquí somos guerrilleros o qué?, ¿cuál reinserción a la sociedad?, ¿usted por qué me va a quitar mi libertad?” Ahí me empecé a sentir en cautiverio, pensé esto es la cárcel”.

El abogado Rosero me explica el fin de estos lugares: “allí no hay penas, son sanciones de carácter pedagógico. Lo que se quiere es que el adolescente se rehabilite, comprenda e interiorice su problemática y no vuelva a cometer ilícitos. La ley dice que solo se debe internar a un joven como último recurso”.

Ya empezaba a sentir la naturaleza del lugar. Al fin su mente se estaba esclareciendo, iniciaba a experimentar el estado de detención en el que se encontraba. Emprendió lo que parecería la alucinación más repugnante que haya imaginado, una escena que marcó su vida y que jamás olvidará. Incluso al narrar se nota el recuerdo fresco, como si aún lograra recordar la sensación de ese instante.

— Entramos a un cuarto y nos hicieron desvestir. Después, el man empezó a cuadrar unos tubos. Nos canalizaron a todos por aparte. Entró un mundo de gente y vi que a un chino le metieron una sonda por la boca y lo hicieron vomitar. El man fue pasando uno por uno a meternos la sonda, nos hizo vomitar a todos.

Con cara de desagrado señala: “ese cuarto era asqueroso, todo estaba lleno de vómito. Te meten una sonda que suelta un líquido en el estómago, eso es un lavado estomacal. Te da soltura, vómito, es horrible. Además, uno tratando de pararse sin zapatos, se resbala y cae sobre el vómito de uno y de los demás. Solo pensaba que eso estaba loquísimo, parecía una película”.

Al otro día, sintiéndose débil todavía, lo levantaron para raparlo complemente. Esta vez ya no intentó pelear, simplemente se sentó y escuchó lo que le decía el encargado: “cuando llegan acá son muy alebrestaditos, pero luego de ver el cuarto del vómito no son nada”.

— Los primeros días intenté consumir, pensaba “ya estoy aquí, qué hp”. Pero no, preferí no hacerlo. En ese lugar se conseguían drogas o metían cualquier cosa. Por ejemplo, la hoja en que viene envuelto el bocadillo se la fuman. Botan el bocadillo y uno con severa hambre. Uno dice: “pirobo, pero es la comida, ¿cómo va a botarla por fumarse el papel?”.

Todos los días lo ponían a ejercitarse con sus compañeros. Estaban divididos por células de aproximadamente 15 personas. En las tardes les enseñaban sobre las reacciones que tiene el cuerpo frente a las diferentes sustancias, y por qué no deben consumir, añade: “eran las típicas historias de yo fui marihuanero, fui bazuquero y no quiero que ustedes sufran lo que yo sufrí. Todo era así como muy estereotípico”.

— Yo estuve casi mes y medio, había que comprar el uniforme, que era como el traje de cirugía que es azul delgadito. Eso era horrible. Además, dormíamos en una litera y cada día rotábamos. No tenías espacio propio porque ellos dicen que cuando una persona se posesiona de un espacio empieza a tener inconvenientes con los demás, es como algo instintivo, algo animal.

Al retomar, me habla con rencor de los castigos que sufría. Siempre se los ganaba gracias a las peleas que tenía por conservar lo único que le dejaron: sus zapatos.

—Si nos agarrábamos nos ponían castigos, como el de ranchero, que era uno en el que tenía que ir a ayudar en la cocina. Los trabajos en la cocina son una mierda, porque uno se da cuenta de la asquerosidad con la que cocinan. También había otro que era limpiar la mierda de los perros, pero descalzo, si pisa paila. Y bueno, cosas así, que uno no sabe a quién se le ocurren.

Lo que más extrañaba, me dice, fue la comida. Era muy restringida.

—Desayunas bien, almuerzas bien, y comes una mierda. Era muy poquito, además todos los días te daban lo mismo—  era parte de la rutina comer lo mismo —al desayuno: agua de panela, arepa y una taza de avena. Comí eso durante un mes y medio, todos los días.

Por eso cuando alguna visita llevaba comida a alguno a de sus compañeros era la gloria.
—Imagínate esa comida tan de mierda y que te den un pollo, un pollo completo para ti solo, uno es dios con un pollo, y todo el mundo le corre a uno.

Pero Andrés nunca pudo ser un dios, nunca recibió visitas.
—Duré un mes y medio mal contado porque no tenía calendario, ni reloj, pero yo tuve un marco de referencia. Entré a finales noviembre y a comienzos de enero salí. En ese tiempo no supe nada de mi familia.

***

Un día estaba en una de las clases matutinas y entró uno de los encargados diciendo su nombre, desconcertado salió del salón. Cuando le dijeron que tenía una visita, no lo podía imaginar. Sintió felicidad de pensar que vería una cara conocida después de tanto tiempo. Se “peinó”, aunque estaba calvo, quería verse lo mejor presentado para quien fuera que estuviera esperándolo detrás de la reja.

Era una reja en medio de un prado, con un espacio de más de dos metros que lo separaba de la visita. Cuando vio desde lejos que era su mamá se estremeció. Pero cuando llegó a la reja sus sentimientos cambiaron y de su boca solo salió una frase:

—Usted cómo fue capaz de hacerme esto —me dice— me sentía asqueroso, sentía que la odiaba, que le quería pegar.

Su mamá solo estalló en llanto. Le hablaba, pero Andrés solo la miraba sin comprender lo que decía. Estaba cegado por la rabia. Por eso no logra recordar las palabras que le decía su madre. Así que decidió entrar sin despedirse, sin decir nada más.

—Y ese día no me acuerdo quién me jaló el pelo, pero me volteé y le pegué un puño. Resulta que al man que le di tenía más amigos y se vinieron como cinco encima de mí. De la misma rabia que tenía a todos les daba. Ese día, recuerdo, me abrieron el párpado de una patada, me abrieron aquí —me muestra la cicatriz que atraviesa su ceja de manera vertical— yo botaba sangre de la boca, de la nariz, me dolía el estómago me dieron una paliza muy asquerosa, pero después me sentía totalmente tranquilo.

Al otro día su mamá volvió a visitarlo. El encargado de la seguridad le contó a la señora lo sucedido el día anterior, le dijo que no había sabido cómo controlarlo, que no pudo hacer nada más que observar.

—Cuando mi mamá me vio así de golpeado, se sintió como una mierda y me dijo que no más, que no podía volver a verme. Yo rompí en llanto delante de todo el mundo. Le dije: “no me deje más acá, por favor no quiero más, por favor”. Pero no nos podíamos comunicar bien por la reja. Mi mamá se sintió muy miserable.

Desconsolado por lo sucedido, hubiera preferido no tener esa visita. Este hecho que rompió su rutina lo desestabilizó, le ocupó la mente por días. Solo pensaba en cómo su mamá lo había dejado sin esperanza. Después de eso solo le quedó la resignación, ya que tenía que seguir inmerso en la rutina del lugar. No tenía otra opción. Pasaron las semanas y un día un encargado lo volvió a llamar.

Mirándome a los ojos sonríe de manera suave, baja la mirada, y siento como esta memoria le trae nostalgia. El tono de su voz flaquea y con su rostro abajo percibo cómo se limpia algunas lágrimas que caen de sus ojos. Levanta la mirada y me cuenta.

—Llegó mi papá, mi hermanita y mi mamá, y abrieron la reja. Cuando la abrieron yo los abracé de una manera fuerte, aún lo recuerdo. Casi me desmayo de la emoción. Mi hermanita lloraba muchísimo — hace una pausa y se restriega los ojos con los dedos, toma aire sigue — Cuando mi mamá llegó y me dejaron abrazarla, pensé que era parte del proceso, una etapa más. Dije me dan premios por mi comportamiento como a un perro. Pero en ese momento fue genial, mi mamá me dijo alístese que nos vamos y yo le dije que no fuera así que no me parecía chistoso, y me dijo es en serio.

Él creía que era un comentario más. Decidió entrar y cuando lo hizo vio que su papá estaba en las oficinas firmando unos papeles para gestionar su salida. Dice que no lo podía creer, que entendió cuando dicen que el corazón salta de alegría. Su padre fue con él hasta el salón donde dormía y le ayudó a alistar las pocas cosas que tenía: sus productos de aseo y algunas prendas de vestir. Se cambió de ropa, botó el uniforme y volvió a ponerse sus prendas, sintiendo como si fuera otra vez persona. De lo que había entregado cuando llegó solo le devolvieron los cordones.

Sonríe, y su gesto solo me hace pensar que esta debe ser una sensación indescriptible: sentir que es libre, que vuelve a ser alguien sin represiones, sin aislamiento, como si hubiera sido rescatado de un engaño de la vida.

Me cuenta que las primeras semanas seguía con el horario que le imponían en el lugar, se levantaba a las cuatro de la mañana y no podía volver a dormir. A veces lo invadía el temor de que lo mandaran de nuevo a este lugar. Pero a medida que pasaban los días el temor se fue y se volvió a acoplar a la rutina familiar. Con esto volvió al colegio a estudiar, llegó apenas para el inicio del año escolar. Repitió el año que había perdido en el otro colegio y le fue bien. Su distracción ahora estaba en el gimnasio, aunque dice que no pudo alejarse completamente de sus antiguos compañeros a los que les vendía y con los que consumía. Aprendió a no seguir consumiendo y mucho menos a volver a traficar.

—Cuando consumían alrededor mío no me daban ganas, recordaba cosas como el cuarto del vómito o la sensación de la sonda dentro del estómago que es algo asqueroso.

La relación con sus padres no volvió a a ser igual. Si sentía algún rencor ya fue olvidado, ahora comprende que para ellos tampoco tuvo que haber sido fácil. Entiende que fue parte de lo propuesto por el Bienestar Familiar y la fiscalía de menores y que, aunque fue duro en su momento ya lo superó. Nunca quisiera volver a perder su libertad

—Mi mamá se dio cuenta que yo salí con un odio hacia todo y uno dice “marica con razón la gente cuando entra a la cárcel sale peor, más si vive esas condiciones tan asquerosas”. Nunca quisiera ir a la cárcel, de hecho, muchas cosas de cómo actuaba las he reestructurado para no terminar en eso.

Actualmente, Andrés tiene 20 años, y afirma que después de esto su manera de pensar cambió. Añade: “entendí que con mis actuaciones estaba siendo el motivo por el cual se justifica la existencia de la Policía. Decidí dejar de consumir, ya no por el miedo de que me metan a tal lado, sino por decisión propia. Es que es una estupidez, porque uno la plata que gana son migajas. ¡Cuánto joderme para ganarme unas monedas e ir a entregarlas a la olla!”

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