Siempre hemos escuchado decir que Colombia es un país de contradicciones, quizá estas tengan que ver con que ese trillado moralismo y una devoción hacia lo religioso que se convierte en fanatismo impuro; ello contrasta con la violencia vivida hace más de medio siglo, que logró infiltrarse en nuestros genes, una postura que se repite hasta el cansancio, sin que cale en la memoria y produzca los cambios pertinentes. Por el contrario, esos mal llamados “dirigentes” de nuestra sociedad, con argumentos vehementes y de fanáticos desesperados por el poder a costa de lo que sea, cada vez ganan más adeptos, quizá porque el gen está vivo y aletea en el pensamiento y las fibras emocionales de quienes no han visto un día de armonía -o paz- en nuestro país.
Y aunque todos hemos puesto esa cuota de amargura, las mujeres, tal vez porque desde hace siglos deseamos vivir en estados de igualdad y libertad, hemos resultado estigmatizadas y nos ha costado eufemismos peyorativos y descalificadores. En Francia el aborto se aprobó hace aproximadamente 50 años, otros países llevan 40, 30 años de haberlo aprobado; en Colombia seguimos luchando porque esta decisión que nos pertenece como autónomas que somos de nuestro cuerpo, se defina. Entonces seguimos poniendo en riesgo -otro más-, la vida de muchas mujeres. Se dice que en Colombia anualmente se realizan alrededor de 400.000 abortos inducidos anualmente y todo obedece a que las leyes colombianas han sido inexorables. Esta situación, ubica a nuestras mujeres dentro del pírrico 0.4% de la población mundial que vive en países donde el aborto está totalmente prohibido (cifras del Ministerio de Salud).
Recuerdo entonces la frase de Poulain de la Barré: “todo cuanto ha sido escrito por los hombres acerca de las mujeres debe considerarse sospechoso, pues ellos son juez y parte a la vez”. Ahí está la razón por la cual seguimos en la cuerda floja de las decisiones. Nuestros llamados “padres de la patria” siguen desconociendo esa fuerte carga emocional de que somos objeto cuando vemos que el período no aparece y las circunstancias sociales son adversas. Somos nosotras --no ellos-, quienes llevamos la carga más pesada, por ello seguimos dando la batalla, porque esa Ley de aborto que aún tiene muchos tropiezos se convierta en Ley de la Nación. No la queremos con la pretensión que haya dominados o dominadores, lo que eso denota es atraso y un Estado sin garantías.
Son muchas las circunstancias que validan la lucha dada desde muchos escenarios. Las aterradoras cifras de asesinatos y violaciones que diariamente estamos sufriendo las mujeres (léase niñas, adolescentes, adultas, etc) y que los medios reportan con despliegue, reafirman que tenemos muchas razones; se necesitan cambios inmediatos: que esa Ley de cuotas (Ley 581/2000), sea una realidad tangible y no un logro político; que ese Proyecto de Ley para despenalizar el aborto (Proyecto de Ley No. 206/2016), se convierta en Ley, para que las cifras de mujeres que mueren en procedimientos ilegales y centros clandestinos se reduzcan; que las Convenciones y Tratados internacionales que Colombia ha firmado se cumplan y no sean un protocolo gubernamental, para no quedarse atrás.
Nos hemos convertido en el rango de población más vulnerable y el de mayor afectación. Si las cifras que conocemos y los medios cuentan nos aterran, como fuera que conociéramos las verdaderas, esas que no se denuncian por temor al rechazo de la sociedad, por temor a la pérdida de esa pareja que nos proporciona buen status, por miedo a perder el único ingreso que tenemos para el mantenimiento de los hijos o porque el amor ese apego insustancial, nos haría falta y nos sumiría en momentos de soledad, desamor o sufrimiento, cuando liberarnos de quien nos violenta o nos niega los derechos es el acto más digno que podemos hacer.
Y cuando me refiero a los medios, considero que algunos, por el afán de la “chiva” no miden ese lenguaje despectivo y atemorizante que despliega miedo. “El siglo XX nos legó el miedo como una de las herramientas más efectivas para ejercer control y dominación, una dinámica intensificada desde la caída de las torres gemelas de Nueva York” (“Pensar es no pensar lo mismo” Omar Ardila 2017). Ese estado de aprensión no puede ser el imperio que siga manteniendo sometidas a las mujeres, es importante modificar el lenguaje sensacionalista que genera morbos fácilmente absorbidos por mentes machistas e iconoclastas, que se alimentan por esa violencia genética a la que tal vez muchos ya se han acostumbrado.
Todas y todos tenemos el desafío de lograr una sociedad más justa. Estoy de acuerdo con una de las mujeres pioneras en la lucha por la igualdad que dijo: “yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, si no, sobre ellas mismas” Mary Wollstonecraft. Hay que extirpar esos mecanismos responsables de la dominación que han destinado a las mujeres a ciertos roles, privándolas de aportar en la construcción de una comunidad más justa e igualitaria. Y el aborto, es un derecho, incluido dentro del que tenemos a ser autónomas de nuestra propia vida.