El resultado de la reglamentación -las leyes- debe ser el reflejo de un procedimiento altamente democrático para que las normas no sean producto ni de la imposición arbitraria por el uso de la fuerza, ni de la imposición de las mayorías sobre las minorías y que además, sea un procedimiento sujeto al dispositivo contramayoritario del respeto de los derechos fundamentales que no pueden ser desconocidos en el devenir legislativo por el imperio de los intereses de turno o al calor de las pasiones coyunturales.
Lo dice la honorable Corte. No nos lo inventamos.
Para quienes no somos abogados, pero tratamos de encontrarle alguna lógica a las leyes y su interpretación, nos resulta difícil comprender cómo estas se aplican siempre de la manera que no debería ser. Me ocurre lo mismo cuando miro un mapa tratando de orientarme: una vez decido cuál es el rumbo que debo tomar, de inmediato comienzo a caminar en el sentido opuesto; con la seguridad de hallar el camino correcto.
Se supone que en una sociedad democrática, de esas en las que existe verdadera separación de poderes, se hace necesaria la existencia de instancias que regulen cualquier intento de abuso por parte de quienes detentan el poder legislativo y el ejecutivo; y aún de intentos por parte de las mayorías. Hasta ahí todo muy bien. Pero, lo que resulta incomprensible al menos para quienes no estamos en ese bajo mundo, es esa incestuosa relación entre los tres poderes, en donde en un modelo de pirámide que envidiaría el señor David Murcia, ellos se van proporcionando un escalafón ascendente en cada una de las ramas del poder público. Los que hoy vemos de gobernadores pasan a ser magistrados de alguna corte; y quienes trabajaron en el Congreso van a dar a los consejos de la judicatura; en lo que se debería llamar el carrusel de la cooptación.
Estas son digamos imperfecciones de nuestra institucionalidad, cuya solución pasa como siempre por elegir, no a los más honestos, sino a los honestos. La honestidad es un término absoluto, que no admite grados de intensidad.
Con el cuento de que la paz es un derecho contramayoritario, este gobierno abusó de quienes por mayoría rechazaron SU proyecto de paz, por lo que era: una trampa antidemocrática y falaz. Pero, la Corte a su servicio le dio la razón a quienes, desde de la Casa de Nariño, estimaron que como la paz es un derecho fundamental, inalienable y otras definiciones cargadas de emotividad, pues no importaba lo que al respecto opinara el pueblo colombiano; como en efecto ocurrió.
La Corte al servicio del gobierno le dio la razón a quienes, desde de la Casa de Nariño,
estimaron que como la paz es un derecho fundamental, inalienable y otras emotivas definiciones,
pues no importaba lo que al respecto opinara el pueblo colombiano
Esta es la hora que no sabemos por qué a nadie dentro de la honorable Corte se le ocurrió preguntarse si lo que se estaba rechazando en el plebiscito era en realidad el anhelo supremo de la Paz, que nadie discute, o más bien un acuerdo cargado de mentiras y falsedades, llevado a cabo de manera semiclandestina entre dos sectores minoritarios del pueblo colombiano. Por un lado, una organización delictiva de menos de 10 000 personas y por el otro un gobierno al que la mayoría de los ciudadanos en ejercicio le negaron sus pretensiones.
El problema que surge después de esto, es que ahora todo lo que el gobierno quiera hacer en cualquier materia, lo podrá realizar por la vía del fast track, ese derecho contramayoritario que acaban de institucionalizar, mismo que le sirve al déspota del otro lado de la frontera para sentarse encima de la constitución de su país a dictar normas alucinadas. Igualito al de acá.
La mentira del gobierno, debidamente avalada por la corte correspondiente, es que lo que se está negociando es algo abstracto e inalienable como la paz. Alentados por su éxito, ahora pretenden arremeter contra lo que queda de dignidad en nuestras instituciones, marcando con hierros al rojo a quienes se siguen oponiendo a su macabro negocio, tildándolos de enemigos del orden, retrógrados, ultraderechistas, etc. Lo más triste es que quienes utilizan esos calificativos no tienen el menor asomo de vergüenza en llamar progresistas, demócratas o líderes a las dos pesadillas de gobernantes que hoy por hoy quieren imponer su modo de hacer negocios en Colombia y Venezuela. ¿Alguien les ha preguntado alguna vez a los líderes de las Farc cuál es su opinión sobre la democracia?
Las diferencias ideológicas dejan de existir cuando en lugar de hablar de principios, los gobernantes se dedican a hablar de negocios. Ahí ya no existen barreras. Y para estos dos presidentes han desaparecido los frenos del control constitucional a su ambición.
Lamentablemente los periodistas que armaron el escándalo del video del señor maltratando a la perrita Sasha en un edificio en Bogotá, no hicieron el mismo alboroto cuando el doctor Juan Manuel Santos agarró a las físicas patadas a sus dos mascotas, de nombre Democracia y Constitución. Pobres animalitos.