Despelucar la Lengua, sin arrancarle la peluca
Opinión

Despelucar la Lengua, sin arrancarle la peluca

Por:
octubre 31, 2013
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¿Podría darme una bolsa de gomitas ácidas surtidas, por favor? La vendedora la miró y se quedó muda, y los que venían detrás en la fila la miraron, se miraron y algo cuchichearon. ¿Perdón?, le contrapreguntó al fin. Ella, pensando que a lo mejor el adjetivo “ácido” no significaba lo que aquí, repitió la petición acompañada de mímica. Gomitas ácidas, esas que uno se lleva a la boca y ahí mismo hace así: las muecas que cualquiera hace cuando prueba algo ácido. La vendedora, desconcertada, miró a los presentes buscando una respuesta. Ella también los miró buscando una explicación. Los segundos de silencio comenzaban a pesar cuando un chico, proactivo, pidió al acompañante de la compradora que le mostrara lo que pedía. Al señalarle las cajas repletas de dulces, la vendedora recobró el aire y la carcajada en la tienda fue general. Y la protagonista involuntaria quiso que se la tragara la tierra, al enterarse, por boca del chico de marras, que, en Madrid, “gomitas” son condones en lenguaje coloquial y “gominolas” son las gomitas de nosotros.

Fue la primera mala pasada que le jugó la-dicha-de-hablar-la-misma-lengua a la pobre, pero no la única durante el tiempo de su instalada, mientras se enteraba de que apartamento allá se dice “piso”, piso se dice “planta”, edificio se dice “finca”, portero se dice “conserje”, portería se dice “portal”; carro, “coche”; suéter, “jersey”; cobija, “manta”; pena se dice “vergüenza”; tristeza, “pena”; achante, “apuro”; sorprender, “chocar”; jugo, “zumo”; papas, “patatas”; salsa de tomate, “kétchup”; huevón se dice “gilipollas”; gomelo, “pijo”; mañé, “hortera”; nerdo, “empollón”; bonita, “guapa”; simpática, “maja”; qué delicia se dice “qué pasada”; delicioso, “de puta madre”; rabioso, “enfadado”; etcétera y etcétera.

Y es que si bien la lengua nos une, las palabras nos separan a los cerca de 500 millones de hispanoparlantes que habitamos 22 de los países que habitan la panza del  mapamundi. Hablamos el mismo español que nos vino de España, sí —un legado más fascinante que cualquiera otra manifestación cultural—, pero lo hablamos diferente, gracias a la vitalidad de las palabras. Ningún diccionario de la Real Academia, por gordo, completo y tajante que sea, puede encorsetar entre sus páginas un sartal de definiciones inmutables. “El diccionario está compuesto de vocablos yertos”, le leí una vez a uno de los Goytisolo. Cuánta razón tenía —Juan o Luis—, lo he venido comprobando con el tiempo. Las palabras cobran vida en los ojos de quien las lee, en la pluma de quien las escribe, en la boca de quien las pronuncia, en los oídos de quien las escucha. Son como la arcilla maleable que sirve de materia prima al escultor. Con ellas pueden lograrse obras memorables y grandes adefesios. Son así, respiran por sí solas.

(“… enseguida advertí que una palabra podía arreglarte el día o estropeártelo porque había palabras que curaban y palabras que mataban, palabras que te hacían reír o que te hacían llorar, palabras que te adormecían o que te provocaban insomnio. Descubrí con asombro que las palabras dirigían la vida de los hombres, ya que, lejos de conquistarlas, según creíamos, eran ellas las que nos colonizaban. En gran medida, estamos hechos, o deshechos, de palabras”, dice Juan José Millás en el texto de La lengua madre, monólogo magistral de teatro que se presentó este otoño, en Madrid, y que trataba todos esos temas que hacen rabiar a más de uno, en relación con el idioma).

No se trata de poner en tela de juicio la importancia de los diccionarios o, mucho menos, de la RAE, guardianes como son esta y aquellos de los cimientos de la lengua. Ni de secundar voces literarias muy respetables —la más reciente, la de Fernando Vallejo— que claman por la pulverización de la ortografía, tan importante para quienes percibimos las palabras como imágenes. Tampoco de hacerles barra a quienes insisten —caso Javier Marías, Mañana en la batalla piensa en mí— en una pulcritud idiomática que excluye los nuevos códigos que traen consigo los nuevos tiempos. Mucho se preocuparon los participantes del VI Congreso de la Lengua, que se celebró la semana pasada en Panamá, por lanzar voces de alarma sobre la contaminación a la que está expuesta la Lengua; por la era digital y por vocablos importados de otras lenguas. ¡Esos no son problemas, señores académicos! Para cuidar la esencia están ustedes; nosotros, para saborearla como nos plazca. Problema si todavía estuviéramos expresándonos como lo hacía aquel “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Ese si sería un problema. De anquilosamiento, de humedad, de olor a guardado.

Al castellano hay que despelucarlo, sin arrancarle la peluca. Si contaminarlo esquitarle tildes que estorban, suprimirle letras que sobran, tomar prestados vocablos ajenos, adaptarse al streetwear que llaman los expertos en moda…, estamos frente a un ejemplo palpable de significados diferentes para un mismo significante. Al lenguaje, como al agua, hay que dejarlo correr; de lo contrario, se vuelve un zancudero.

COPETE DE CREMA 1: Claro que una cosa es el despeluque y, otra, el desgreño. Inexplicable cuando lo tiene una persona que sabe tanto y explica tan bien la Historia, como Diana Uribe, de quien procuro no perderme programa, a pesar de lo que me cuesta aguantar las mechoneadas que, con relativa frecuencia, le pega al castellano. “Entoes el man se botó por la ventana”, puede que no le arranque la peluca, pero sí se la deja fuera de lugar.

COPETE DE CREMA 2: Y termino con el humor negro que caracteriza a Millás: “Las palabras son el único tesoro que es patrimonio de todos porque lo hemos construido entre todos. Y eso significa que todos y cada uno de nosotros somos coautores, por ejemplo, de El Quijote. Aunque también de los discursos de Nochebuena del Rey. Vaya una cosa por la otra”.

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