En contra del debate último entre creencia religiosa y derechos fundamentales, considero oportuno hacer un alto en el camino y separar esa discusión de los intereses de la democracia colombiana. La creencia religiosa está inmersa al interior de las libertades individuales y los derechos fundamentales que rigen la constitución y la ley en Colombia, más no es la creencia religiosa el margen que los limita. Este país tiene un sistema democrático y, a partir del 91, se convirtió en un Estado Social de Derecho, un avance significativo de sociedad conservadora y camandulera a sociedad de avanzada y moderna. Sin embargo, hay ciertos sectores de la sociedad que se niegan a aceptar el normal desarrollo de esa evolución progresista y liberal, y pretenden enfrascar la opinión del pueblo colombiano en debates radicales y pasionales, lejanos a las realidades del país.
Y es que el liberalismo dejó las armas de fuego en la Guerra de los Mil Días como mecanismo de defensa de su ideario y de lucha por el bienestar de la república, para tomar las armas de los argumentos sustentados en el pensamiento liberal, aunque el propio en su interior se libre una batalla intestina desde hace décadas, entre liberales de tradición y liberales de convicción y pensamiento. Yo soy de los que considero que vivimos al interior de nuestro partido una crisis institucional que ha llevado, a su vez, a una crisis en sus bases. Lo vemos refrendado en las asambleas y consultas departamentales y municipales, a donde no va nadie, lo vemos en el fraccionamiento que se da en los territorios en donde se inventaron algo llamado matices, término este que solo sirve para aplacar la amenaza de disidencia y las profundas diferencias en la dirigencia liberal en los departamentos.
El Partido Liberal Colombiano cuenta con un Código de Ética-Disciplinario que, a grandes rasgos, en su contenido no pasa de ser disciplinario, respondiendo a esa influencia conservadora que se ha enquistado en el liberalismo y que ha venido promoviendo y ampliando la crisis por la que atraviesa, pero también, ha motivado la amplia discidencia de sectores importantes y profundamente liberales socialistas a lo largo del siglo XX y en la actualidad. Nombres como Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliecer Gaitán, Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara Bonilla y Alfonso López Michelsen, entre otros, han desfilado en los campos de la discidencia liberal, mientras personajes como Alvaro Uribe Vélez, Cesar Pérez García, Alberto Santofimio Botero y Eduardo Santos, han carcomido los cimientos del partido, arrancando de tajo parte de sus importantes bases a beneficio propio y completamente alejados de los principios e ideario liberal.
Desapareció el trapo rojo en los discursos, no quedaron más que conversaciones lúgubres entre candidatos o dirigentes de oficina y unas bases sostenidas sobre pilares de algodón, tan firmes y serios como la diplomacia Trump. Ya no hay postulados ideológicamente fuertes y propuestas vehementes que terminen enardeciendo las fibras liberales de nuestras bases. Se ha perdido la identidad liberal, que se ha visto, o se ha querido presentar y limitar a unos cuantos símbolos y frases retóricas que no van más allá de una apuesta conservadora a la protección de una imagen y la explotación de una tradición. Constantemente escuchamos a las nuevas generaciones manifestar que no se vota por partidos sino por personas, he ahí los resultados de esas “estrategias de marketing” cuando hasta hace 30 años bastaba con el tono de voz utilizado en el discurso de los tribunos de las toldas rojas.
Hoy tenemos que ver como el sectarismo religioso, con tintes de fanatismo a ultranza, se va tomando los espacios de aquellos sectores progresistas ante la mirada impávida de esa pequeña camarilla centralista que monopoliza al Partido y desconoce los liderazgos regionales, quitando peso a la autonomía y al federalismo que históricamente hemos defendido. Hemos dado paso al Estado de opinión, pretendiendo que se postre sobre el Estado de Derecho, ni siquiera el Social. Pero lo más vergonzoso, desalentador y triste, la estocada final de una corrida violenta, es ver como desde el interior del partido se utilizan mecanismos de participación, como el referendo, para limitar las libertades de las minorías, fomentando la inequidad y la desigualdad en el pueblo colombiano. En ese sentido, Rafael Uribe Uribe, fue uno de los más encumbrados luchadores de las libertades y la defensa de las minorías, buscando siempre equidad en las políticas impositivas y democráticas para la oposición y las minorías precisamente. La férrea, irracional y fanática promoción de un referendo contra la adopción homosexual por la Senadora liberal Viviane Morales, es tal vez la mayor de las afrentas a los principios rectores del pensamiento liberal y es una flagrante falta contra la ética liberal. Creo que nuevamente queda al descubierto los soterrados intereses de algunos en el liberalismo por encima de los intereses de todo un partido, de toda una colectividad.
Se desmoronó la República Liberal y su más importante antecedente, la Convención Liberal de 1922 que supondría un cambio en la historia del país, cuando se consolidó aquel 29 de marzo en Ibagué, la vocación civil del liberalismo, comprometido con las causas sociales y que se proyectó en la vida colombiana los primeros aires de progreso y evolución en medio de más de 40 años de oscurantismo político-religioso de la Hegemonía Conservadora. Se destruyó lo construido por Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo y Darío Echandía durante la República Liberal de los años 30 y 40. Pero lo más grave es que olvidamos las lecciones del pasado, de eses pasado trágico que nos costó la vida de Uribe Uribe, Gaitán y Galán. Nada de eso aprendimos, nada de eso prevaleció en el imaginario colectivo de la dirigencia liberal para que surgiera de nuevo un líder de semejantes cualidades. Hoy por hoy, nos debatimos entre mantener un status quo moderado o hundirnos en la crítica de quienes no soportan la diferencia y la crítica, otros principios rectores del pensamiento liberal.