Me confesó apesadumbrado un amigo, que había descubierto algo que lo tenía pensativo. Seguía distraído los titulares de las noticias internacionales en la televisión, cuando se sintió atraído por uno que anunció un trágico desenlace en Europa.
Él pensó de inmediato en algún atentado terrorista en Londres, París o Moscú, y al instante imaginó un elevado número de víctimas. Cuando reparó con cuidado que se trataba de 16 inmigrantes ahogados en el Mediterráneo griego, había respirado con alivio.
Era esa la causa de su sorpresa. Alguien nos programa, hermano, me dijo. Sin darnos cuenta vamos adoptando como naturales ciertas maneras de pensar y de aceptar el mundo, una especie de lógica a la que no podemos escapar porque adopta los más diversos disfraces.
La vida y la seguridad de una decena de ciudadanos europeos pesan mucho más en nuestras mentes que las de miles de africanos, latinos o asiáticos. Alguien nos adiestra para verlo así, la tranquilidad de las clases altas vale mucho más que la de la gente humilde.
Cuando había comprendido eso, mi amigo comenzó a disertar por cuenta propia. Lo de Corea del Norte, por ejemplo. Que él supiera, ese país jamás había invadido a otro. Pero los eternos invasores, Japón y USA, lo estaban rodeando y amenazaban con agredirlo.
Lo justo era que Corea del Norte advirtiera que se defendería con todo su poder. Los mismos agresores casi lo arrasan por completo hace casi setenta años. Nos adoctrinaron para condenarlo por eso. Siempre nos dijeron que ese país y su gobierno semejaban al demonio.
Al fin y al cabo la Gran Bretaña y Francia habían acordado repartirse el Oriente Medio tras la primera guerra mundial y el fin del imperio otomano. Habían inventado esos países a su capricho. Y se habían ocupado en exprimir sus recursos y dominar sus gobiernos.
Algo parecido había pasado con las áfricas árabe y negra. Europa occidental las hizo sus colonias, las aplastó y explotó cuanto le fue posible. Tras su independencia intervino en ellas cada vez que quiso. Era obvio que en gran medida su progreso y fortuna se debían a esos pueblos.
Si precisamente por conflictos inspirados por Europa occidental y Norteamérica, la población de esos países, sometida al horror de la guerra y la miseria, emigraba a Europa para salvar su vida y buscar alguna migaja del esplendor conseguido a costa de ellos, la razón le pertenecía.
No se trataba de seres inferiores cuya suerte al cruzar obligados grandes desiertos y mares pudiera ser ignorada. Eran seres humanos, niños, mujeres, hombres de trabajo, ancianos. Decenas de miles. No cabía rechazarlos por negros, musulmanes, terroristas o cualquier otro estigma.
No era cierto que un país por ser más rico y fuerte que otro
tuviera de su lado la razón y la justicia,
como intentaron siempre enseñarnos
No era cierto que la raza blanca fuera superior. Ni que un país por ser más rico y fuerte que otro tuviera de su lado la razón y la justicia, como intentaron siempre enseñarnos. Ni los conquistadores españoles con su religión cristiana valían más que nuestros indígenas.
Los mercaderes de esclavos estaban de hecho leguas abajo en todo con relación a las presas humanas que cazaban en África para vender en América. Igual que las compañías bananeras norteamericanas que hicieron de nuestros países su patio de atrás.
En Roma acaeció la más grande gran insurrección de los esclavos del mundo antiguo. Las miles de cruces con los cuerpos de Espartaco y sus seguidores cubrieron kilómetros de las vías de acceso a ella. Uno de sus verdugos, Marco Licinio Craso, fue el político más acaudalado de la época.
Igual que casi 1700 años después con Benkos Biojó y sus cimarrones en las afueras de Cartagena de Indias, esos esclavos fueron señalados como los peores delincuentes y aborrecidos por la sociedad y cultura que los dominaba. Por ser subordinados, sus sueños eran infames.
Mi amigo había leído la nota de Timochenko respaldando a Maduro y la revolución bolivariana. Inicialmente se había molestado. Ahora lo veía todo claro, qué era esa democracia que bombardeaba Irak, Libia, Afganistán, Siria, Yemen y mataba miles y miles de seres humanos.
Qué era esa izquierda que condenaba a quien luchaba contra el neoliberalismo, que no sentía la menor repugnancia por hallarse en el mismo bando de Obama y Trump, de Capriles, Ramos Allup, Uribe, Ordóñez, Santos. Que condenaba por dictador a Chávez y se burlaba de Cuba.
Seguro, me dijo entusiasta. Si Bolívar fue sacado a patadas del mando. Si gigantes como Alfonso Cano habían sido asesinados. Si quienes condenaban la violencia en todas sus formas, cohonestaban el terror de los grandes poderes en todas partes del mundo.
Nadie con algo de claridad podía estar del lado de quienes mediante el crimen, la calumnia y la dominación de las mentes con los medios, impedían a toda costa la edificación de la obra de los pueblos, los convertían en perversos y tornaban en héroes a los más viles.