Santo y antipatriótico fue el viernes 14 de abril que celebraron los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana al buscar un encuentro con el presidente Donald Trump en su mansión de descanso de La Florida. El par de visitantes no podía pasar desapercibido ni para Colombia ni para América Latina. No eran dos intrusos cualquiera, y el anfitrión, ni se diga: en el lapso de escasas dos semanas ordenó el primer ataque directo con misiles en la guerra que desangra a Siria, bombardeó posiciones del Estado Islámico en Afganistán y movilizó portaviones hacia la península de Corea.
Nada bueno para nuestros países podía salir de semejante encuentro. Se daban cita el magnate con más poder en el mundo, jefe de la primera potencia militar del planeta, con los dos enemigos más notables que tiene el proceso de paz en Colombia, animadores frecuentes del proceso de restauración de gobiernos neoliberales en América Latina.
El contexto internacional no puede ser más problemático con el grito de guerra que el magnate ha lanzado a tres meses de instalado en la Casa Blanca. Sin desconocer la importancia del subcontinente para los intereses estratégicos de Washington, ni sus sistemáticas políticas injerencistas, hasta ahora Latinoamérica ha estado a salvo de los arrebatos guerreristas de Trump. En un momento en que su nueva política latinoamericana no ha sido completamente formulada, la visita de Uribe y Pastrana no tenía otra intencionalidad que presionarla, y en ese contexto, convertir a Colombia y a Venezuela en prioridades de las actuaciones más inmediatas del Departamento de Estado.
Durante la administración Obama, Estados Unidos evitó el uso directo de la fuerza frente a unos países latinoamericanos relativamente insubordinados, que en diferentes contextos levantaron críticas y desbarataron los proyectos con que el hegemón quiso amarrar en forma monopólica, las economías del área a la suya propia. Las estrategias de la dominación se “ablandaron” durante ese período. La única actuación propiamente militar fue la reactivación de la Cuarta Flota en 2008, que había sido disuelta en 1950, después de haber cumplido su misión en la lucha contra los alemanes en la segunda guerra mundial. La Cuarta Flota es un emporio militar múltiple bajo la dirección del Comando Sur, que vigila desde aguas de La Florida a toda Latino América y el mar Caribe.
Las armas predilectas del imperio hasta la llegada de Trump han sido las políticas, las económicas, y de una manera muy destacada, las mediáticas. La combinación de ese arsenal le permitió remover algunos gobiernos adversos de base popular, unas veces mediante elecciones generales y otras, mediante golpes parlamentarios, como en Honduras, Paraguay y Brasil. Por lo anterior, se ha dicho que estamos en la era de los golpes de estado “blandos”, es decir, sin derramamientos de sangre ni despliegues de la brutalidad militar, donde unos legisladores y unos jueces empoderados, vía “fast track” destituyen a unos presidentes supuestamente corruptos o extralimitados en sus funciones.
La guerra que hoy desarrolla “el policía del mundo” contra los gobiernos insumisos latinoamericanos, es una combinación de desinformación, o sea verdades a medias y mentiras calculadas a través de potentes medios de amplio cubrimiento, con presiones económicas y financiación de grupos y fuerzas opositores, todo lo cual hace posible a los Estados Unidos mantener su retórica democrática y hasta simular que dejó de intervenir en los asuntos internos de América Latina.
Esta política para la región, está siendo exitosa, y viene dando como fruto más importante, la paulatina caída de los gobiernos progresistas que se instalaron en la primera década de este siglo. Es muy poco probable que el nuevo mandatario estadounidense, por más impredecible que sea, descarte una estrategia que ha sido bondadosa para el imperio, y preste oídos a los cuentos de terror que le llevan algunos emisarios del sur. Uribe y Pastrana son miembros destacados de la conexión republicana con las extremas derechas de América Latina, no por casualidad lograron acceso al exclusivo “Mar-a- lago Club” donde cenaba Trump; pero no lograrán que a su “Gran hermano” se le ericen los nervios y también lance bombas contra el “castrochavismo” de sus alucinaciones.
Hay una buena razón además para que el mandatario norteamericano se mantenga en su línea de conducta frente al Estado colombiano. Colombia sigue siendo el peón de brega para la política norteamericana en la región, incluso en manos del “castrochavista” Santos, quien recientemente apoyó el ataque gringo con misiles contra Siria, y por si fuera poco, anda buscando convenios de cooperación con la OTAN. Mejor resguardados que con Santos, no podrían estar los intereses estratégicos de EE.UU. en Colombia.
El encuentro de los expresidentes con Trump fue planificado con un mes de anticipación, como lo reconocen dirigentes del Centro Democrático. Todo a instancias de importantes dirigentes del Partido Republicano. Hay una poderosa razón para que CNN en Español y la dirigencia del partido de Uribe, hayan querido ocultar primero, y desestimar después ese encuentro, que desde luego, y sobra decirlo, tuvo carácter informal. Esa visita aunque breve, busca lavar la ropa sucia de los expresidentes en la Casa Blanca y pretende que la polarización colombiana sea arbitrada por Washington. Una jugada tan antipatriótica no había sido ejecutada por ninguno de los mandatarios más proimperialistas ni más pro-norteamericanos que han gobernado a Colombia. Buscaban así mismo los visitantes, establecer una diplomacia paralela, desleal y violatoria de las normas más elementales que rigen las relaciones entre los estados.
Pero más allá de las pretensiones de Uribe y Pastrana, e independientemente de lo descabelladas que son, queda en el aire la pregunta sobre el por qué: ¿por qué ahora? y ¿para qué metérsele en la sopa al magnate?
Esas respuestas pueden deducirse de la carta que dos días después Álvaro Uribe envió al Congreso de los Estados Unidos, y que puede leerse sin duda como una consecuencia de la conversación con Trump, pues caben dos posibilidades: este aconsejó a aquel dirigirse al Congreso o, Uribe no se sintió debidamente escuchado por el anfitrión y encontró conveniente dirigirse a otro interlocutor. El contenido de la misiva, agrupado en ocho puntos con mentiras y verdades a medias, expresa el desespero de quien necesita quitarse algo de encima, algo que lo asfixia y en efecto, le roba la tranquilidad y el sosiego. Es un escrito de urgencia. Unas quejas por la problemática de los cultivos ilícitos, de la justicia transicional, los resultados del plebiscito por la paz, la supuesta sustitución de la Constitución y el Estado de Derecho, el armamento de las FARC y otros asuntos que en general, implican al gobierno de Santos en una trinca con el régimen chavista y las FARC.
La mayor urgencia del uribismo y sus aliados hoy, se llama Jurisdicción Especial para la paz. La ofensiva contra esa herramienta jurídica es integral, y contempla giras por Europa, visitas a la embajada de EE.UU. y un activismo febril que ya se combina con el propiamente electoral. Desde que los acuerdos de La Habana fueron conocidos, la extrema derecha nacional enfiló sus armas contra dos puntos básicos: las tímidas medidas redistributivas de la tierra, que ponen en cuestión las propiedades mal habidas tras el despojo y desplazamiento en extensas áreas del territorio, y contra la Jurisdicción Especial para la paz, establecida como justicia transicional independiente, organizada alrededor del conocimiento de la verdad, que bien saben los uribistas, pondrá en la palestra pública su participación sistemática en graves crímenes hasta hoy en la impunidad.
La Jurisdicción Especial para la paz ya fue aprobada por el Congreso de la República, y al mismo tiempo avanzan la revisión por la Corte Constitucional y la elección de sus magistrados por el Comité de alto nivel que fue conformado para hacerlo. Apenas en su conformación, ya fue impactada por el primer misil que le lanzó el expresidente Uribe. En su carta al Congreso estadounidense se atrevió a afirmar que “Las FARC han diseñado su propia justicia: los jueces serán designados por personas permisivas con el terrorismo y afines a la seudo ideología de las FARC”.
Uribe se siente acosado al ver que sus otrora incondicionales, quienes fueron sus ministros y generales consentidos, son los primeros que están cogiendo cola para someterse a una jurisdicción que solo otorga beneficios a quienes confiesen verdades, las verdades que saben los miembros más íntimos de su círculo y que pueden llegar a ser reveladas a cambio de beneficios judiciales. Ese es el temor a la justicia transicional; esos son los pasos de animal grande que se sienten venir y desesperadamente se quieren atajar.
Ahora bien; los tribunales de la Jurisdicción no pueden dictar fallos contra presidentes o expresidentes de la república por delitos cometidos en ejercicio del cargo; en tales casos solo pueden reunir evidencias y ponerlas en conocimiento de la Cámara de Representantes. Así quedó acordado en La Habana. Pero en todas sus actuaciones por fuera de ese desempeño, que tengan relación con el conflicto armado, sí tienen competencia los tribunales de la JEP. Cualquier “mala andanza” de un presidente, antes o después de serlo, lo puede poner directamente en la mira de los jueces especiales. Un revés cualquiera del expresidente Uribe ante esa jurisdicción, a más de los que puedan sobrevenir para los suyos, significaría más allá de lo jurídico, una derrota política mayúscula que él ve venir y se esfuerza por bloquear. Ya se resiente de que sus ministros “yidispolíticos” y algunos generales declaren su intención de acogerse a la Jurisdicción Especial de paz.
Hasta el momento de publicar este escrito, ninguno de los expresidentes ha ofrecido declaraciones públicas sobre los contenidos de su conversación con Trump. El presidente Santos, que fue invitado oficialmente a la Casa Blanca dentro de pocas semanas, se prepara desde ahora para ese viaje endureciendo sus posiciones frente al gobierno de Maduro en el seno de la OEA y de la ONU, donde está poniendo el tema de la “militarización de la sociedad venezolana” y animando un frente de estados antichavistas aliados de EE.UU. en el sistema interamericano. Santos querrá llegar “limpio” a su cita oficial con Trump, y en esa línea, son previsibles también otros endurecimientos, en el frente de los cultivos ilícitos y en sus relaciones con las FARC. En particular, su nueva beligerancia frente al régimen del vecino país, además de oportunista, es desleal porque Chávez-Maduro han sido claves en los logros de la paz y del Nobel que exhibe por todo el mundo. Todo apunta a que, desmintiendo a Uribe, quiere entrar a la Casa Blanca como un gran líder del antichavismo latinoamericano.
Ante el calculado silencio de los expresidentes, lo concreto que queda de todo el asunto es la carta de Uribe al Congreso norteamericano. A través de ella, lo que sí está logrando el expresidente es imponer la agenda de corto plazo en las relaciones entre los dos países. Así lo indican los comportamientos de Santos previos a su visita a Washington, en un esfuerzo quizá, por quitarse de encima el agua sucia que le ha lanzado su antecesor. El presidente quedó capturado en los ocho puntos (léase quejas) que contiene esa misiva y buscará afanoso zafarse de ellos, para lograr que sus propios temas, como el del apoyo a la paz, sean abordados en la reunión de la Casa Blanca.
El encuentro de Uribe y Pastrana con Trump fue tragicómico. Un evento característico de la política colombiana que la lleva al límite de su mezquindad; es una mezquindad que rebasa fronteras, en una coyuntura social marcada por la desorientación de la sociedad y la crisis de legitimidad de sus liderazgos tradicionales. Los grandes problemas colombianos siempre se han resuelto consultando los intereses de Estados Unidos, solo que ahora, ni siquiera se guardan las apariencias.