Nos acercamos rápidamente a la que será, sin duda alguna, la temporada electoral más importante de los últimos 50 años. La elección de Congreso, y sobre todo la del próximo presidente, en marzo y mayo de 2018, respectivamente, pondrá al país en un rumbo cuyas implicaciones sobre el orden democrático, el sistema económico, la construcción de paz, y en general la vida de los ciudadanos, serán profundas y duraderas.
El escenario difícilmente podría ser más complejo. Una larga cadena acumulada de escándalos, cuestionamientos y fallos judiciales han llevado a muchas de nuestras instituciones y a sus representantes a los niveles más bajos de credibilidad en su historia. Una polarización política que exacerba los ánimos, multiplica los insultos y busca destruir sin importar los costos, los métodos o los riesgos. Una ciudadanía hastiada y desconfiada que se siente cada vez más desconectada del mundo político. Un proceso de construcción de paz en su fase de implementación con grandes debilidades y con inmensas exigencias en temas de legitimidad y liderazgo. Un vecino, íntimo y necesario, en serios problemas de gobernabilidad y con perspectivas muy negativas en el futuro cercano. Un aliado al norte en una extraña fase en donde se combinan los cuestionamientos internos, la mirada xenófoba y el aislacionismo. Y, finalmente, una economía que si bien es “modelo” en la región (porque el panorama de América Latina es complicado) no muestra señales de volver a empujar crecimiento significativo y mantiene prendidas las alarmas en los indicadores fundamentales.
Con este complejo contexto podemos aventurarnos a imaginar varios posibles escenarios electorales. El primero podría titularse “La misma película”. En este escenario, el sector politiquero tradicional aprovecharía el cansancio, el hastío y el repudio de la gente frente a la política, para mantener su control y seguir al frente del país. Los partidos tradicionales le apostarán a que la abstención electoral no solo se mantenga, sino incluso a que crezca ya que así sus parcelas clientelistas tendrán más peso y las curules del Congreso, así como la elección del próximo presidente, dependerán entonces de la llegada de las tulas de los millones, de las microempresas clientelistas regionales con sus contratos y nombramientos y de la debilidad de nuestra ciudadanía. Obvio que al politiquero se le vestiría de técnico-ejecutor, de pulcro, de pacificador y de estadista, pero no habrá tal cambio radical y seguiremos hundiéndonos en el lodo de la corrupción, el clientelismo y la inequidad.
Un segundo escenario podría llamarse “La salvación llegará del pueblo”. En este escenario, el descontento y el miedo generalizado se movilizarán y un "verdadero representante del pueblo", -quien se vestirá como un “no político” y verá en las instituciones (partidos, cortes, normas) talanqueras para el desarrollo, el bienestar y la felicidad del pueblo-, se postulará como su única opción. Su poder no vendrá mediado y su relación con el constituyente primario será directa ya sea por firmas, encuestas, referendos o por construcciones seudoteóricas como “El Estado de Opinión”. Este populismo promete corregir todos nuestros males, concentrando el poder y acabando con el sistema de frenos y contrapesos institucional necesario para el Estado de Derecho. Los salvadores del pueblo necesitan un enemigo visible y dependiendo de la facción que lo promueva -populismos hay de derecha y de izquierda- este podrá ser el castrochavismo, la ideología de género o la oligarquía explotadora y corrupta.
Podemos convertir la crisis actual en una oportunidad.
No caer en el juego de
“todos los políticos son iguales”
Pero las cosas no tienen que ser así. Podemos convertir la crisis actual en una oportunidad. No caer en el juego de “todos los políticos son iguales (nada cambiará)” o en la tentación populista que arrasa con todo a partir de la posverdad y la amenaza. Es necesario darle espacio a personas y movimientos, con resultados probados, que han demostrado que se puede transformar una sociedad y puede brillar la buena política sin recurrir a la compra de votos, a las amenazas exteriores, a la violencia. Es posible otra forma de gobernar: con trabajo, respetando los dineros públicos, conformando equipos de gobierno con funcionarios técnicos y responsables.
No puede ser que estemos condenados a “La misma película” de corrupción rampante y violencia sostenida y no podemos esperar a ningún salvador que nos evite mirarnos profundamente. Llega el momento de cambiar de rumbo para apostarle a un país en paz donde brille el talento de la gente y en el cual el gobierno trabaje por generar oportunidades y proteger derechos. A pesar de los profetas del apocalipsis y del complejo contexto, soy un convencido de que se puede.