Desde que la modernidad inauguró una nueva forma pensar en la humanidad, nos convertimos en esclavos del tiempo. Antes de eso, la sociedad no vivía exclusivamente en función del tiempo. Había lugar para otras cosas: para los primeros humanos mucho más, lo disfrutaron porque no lo habían definido; los mayas le dieron el trato de calendario pero para predecir el futuro; para los clásicos, de los cuales heredamos el placer estético por lo universal, desde Grecia, Roma, Macedonia y el lejano oriente, el hedonismo y la filosofía eran suficientes. Para lo místico, secular y hermético de la cristiandad medieval era el tiempo de Dios; y para la renovación del arte y la ciencia en el Renacimiento era el tiempo de la creación.
Un amanecer y otro atardecer de manera precisa y predecible nos dotaron con la capacidad de amoldar nuestras energías a los ciclos de luz y oscuridad.
Las estaciones permitían regular las cosechas y la variedad de climas en el trópico hizo que la naturaleza se excediera con sus viandas sin esfuerzo y tesón. ¿Para qué complicarnos con una categoría subjetiva sobre el tiempo, si podíamos disfrutar de todo sin estar subyugados a un “amo invisible” y temerario?
Hasta que apareció el capitalismo y su concepción productiva del tiempo.
Una vez vencida la oscuridad y las tinieblas, por cuenta de la luz eléctrica, el sistema hizo maravillas con el tiempo: lo prolongó a su antojo y lo convirtió en el principal activo sobre el cual fundamentar la acumulación originaria de capital en el mundo.
El tiempo es silencioso pero cortante y lacerante. El tiempo no se ve ni se siente, pero en cada rostro de felicidad, de angustia o de sorpresa, deja su marca indeleble. El tiempo no pasa ni suena contra el piso de madera sus zapatos de tacón al pasar, pero en cada arruga y en cada pliegue del cuerpo y del alma se manifiesta hasta enviarnos su cuenta de cobro hasta el más allá o a donde quiera que nos larguemos mustios y humillados.
Hoy por cuenta del sistema y de la precisión con la que el sistema nos exprime las gotas de laboriosidad o entrega, el tiempo es un látigo incesante que expía las culpas de quienes tuvimos la mala fortuna de ser sus esclavos inexorables. Llagas en las espaldas, sudor y sangre es lo que el tiempo deja a su paso en la piel del obrero.
Y aparece la prisa como excusa.
La invención del tiempo de esta época es renovada y compleja, pero con la misma finalidad que el sistema la ha venido perpetuando: acorralarnos para solo producir y en pocas cosas entretenernos, siempre y cuando sean las mismas cosas que el sistema produce.
El tiempo de las vacaciones del obrero y del asalariado y sus consabidos gastos, son los ingresos que el sistema termina recuperando de la previa y luchada generosidad social con su colaborador proletario.
La prisa como excusa nos mantiene entregados al trabajo y mezquinos con otras contemplaciones menos sistemáticas y que no sean producidas en serie con economías de escala. “Tengo poco tiempo” es el pretexto supuestamente válido que el sistema y sus conspiradores han grabado en nuestro inconsciente colectivo: es el nuevo mantra de la sumisión y la entrega a la religión del consumo masivo.
Tengo poco tiempo para reír con la familia y burlarnos de nuestras propias miserias
y festejar la gloria y dicha de mantenernos unidos
a pesar de tantas redes sociales digitales
Tengo poco tiempo para reír con la familia y burlarnos de nuestras propias miserias y festejar la gloria y dicha de mantenernos unidos a pesar de tantas redes sociales digitales
Tengo poco tiempo para zambullirme en la hojarasca de los bosques encantados y las aguas profundas de la realidad, eso mejor que me lo cuente Nat Geo o Discovery.
Tengo poco tiempo para dejarme querer de las personas simples y las que generosamente no pertenecen a ningún atajo electrónico de moda.
Tengo poco tiempo para leer un extenso libro que me acecha en cualquier esquina del camino abundante de los lectores sumisos: prefiero al menos 140 caracteres que me resuman en una semilla de mostaza las apariencias del mundo.
Tengo poco tiempo para respirar una mañana de cantos de aves en madrugada y de sueños espantados con el sudor de una caminata delirante.
Tengo poco tiempo para leer una columna completa de 800 caracteres que me estremecen o sacuden lo poco de humanidad que la prisa como excusa me está dejando.
Coda: Qué bien sería mejor dejar que estos versos hablaran por nosotros. “Vago... e invito a vagar a mi alma. / Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra/ para ver cómo crece la hierba del estío.” Canto a mí mismo de Walt Whitman (1819-1892).