El gran fotógrafo Leo Matiz visto por su amigo Álvaro Mutis

El gran fotógrafo Leo Matiz visto por su amigo Álvaro Mutis

Compartieron en México muchos momentos y amigos que quedaron inmortalizados por el lente del fotógrafo de Aracataca. Homenaje en sus 100 años de nacimiento

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abril 15, 2017
El gran fotógrafo Leo Matiz visto por su amigo Álvaro Mutis

El escritor Álvaro Mutis y el fotógrafo Leo Matiz se conocieron en un viaje juntos al Magdalena, la tierra de Matiz y entablaron una amistad de cincuenta años que se estrechó durante la permanencia de ambos en México. Compartieron amigos y muchos momentos que quedaron inmortalizados por el lente del fotógrafo de Aracataca.

La embajada de Colombia en Washington abrió desde el pasado 6 de abril inauguró una exposición en homenaje a los cien años de nacimiento del fotógrafo, de quien Mutis escribió este texto:

Durante varios años trabajamos juntos. Leo prestaba sus servicios de fotógrafo profesional al departamento de relaciones públicas que yo dirigía en una empresa petrolera norteamericana instalada en Colombia. Juntos viajamos por casi todo el país, recogiendo testimonios gráficos de la actividad de la empresa en los diversos campos de su especialidad: refinación, transporte y venta de productos derivados del petróleo. Dormimos en campamentos en medio de la selva, en hoteles de mala muerte de pueblos perdidos de la cordillera, en bungalows para huéspedes de las refinerías, al borde del mar, a orillas del Magdalena, en rincones ocultos del Valle del Cauca o de los dos Santanderes.

Llegué a establecer con él una relación de amistad tan estrecha y firme que, luego, me distinguió nombrándome padrino del bautismo de su hija Alejandra y me invitó varias veces a inaugurar las exposiciones de los pintores de mi generación que se estrenaban en Bogotá en su galería.

A Leo Matiz le debo las primeras imágenes intensas, inteligentes e inolvidables de México, país para mí desconocido entonces pero que me atraía poderosamente por sus pintores, sus paisajes, sus poetas, su vasta tierra llena de sorpresas. Lo que nunca pensé era que allí iría a vivir más tiempo del que he vivido en parte alguna. Todavía, recorriendo algunos lugares de México que Leo solía mencionarme, recuerdo con extraña precisión las palabras mismas con las que se había referido al lugar.

Lo que no sabe Leo Matiz ni lo sospechó jamás, es que su amistad significó para mí, además de un placer inagotable, una severa lección de vida que me marcó definitivamente. Tratar de explicarla se me ocurre que puede ser la me­jor manera de participar en este libro, homenaje ampliamente merecido pero tardío a un colombiano excepcional.

La Colombia que me tocó vivir era, todavía, un país con ciertas candorosas y conmovedoras ingenuidades, con una vida un tanto parroquial y bonachona una idea de nosotros mismos algo desenfocada y pastoril. Había una laxitud en la vida diaria que desembocaba siempre, frente a los compromisos urgentes que la situación iba planteando, en el famoso "me muero de pena" que excusaba, o así lo creíamos nosotros, un concepto un tanto liberal de lo que podía significar o valer nuestro propio esfuerzo y el de las personas con las cuales nos tocaba trabajar. El famoso "mañana”, que a los extranjeros que llegaban a Colombia los ponía al borde de la demencia, para nosotros era la rutina normal en la vida de relación.

 - El gran fotógrafo Leo Matiz visto por su amigo Álvaro Mutis

Cuando comencé a trabajar con Leo Matiz, desde el primer día, me sorprendí inmensamente ante el rigor con el cual, no sólo ponía precio y condiciones a su trabajo, sino que establecía normas correlativas de respeto y conciencia profesional que regían nuestra relación. Leo en esto era inflexible. En las más azarosas condiciones que nos deparó el plan de labores que nos propusimos, consistente en crear un archivo fotográfico sobre el país, para servicio de la compañía en la que yo trabajaba, jamás vi a Leo pronunciar un "me muero de la pena” y, mucho menos, un “mañana”. Las cosas se hacían de acuerdo con un plan inteligente y flexible, pero inmodificable en sus metas y en su calendario.

Muchas caras de sorpresa me tocó ver en tantos lugares de Colombia a donde nos llevó nuestro trabajo, cuando Leo exigía en pocas palabras y sin muchos preámbulos ni arandelas, que los trabajadores que tenían que colaborar con nosotros y facilitarnos las condiciones para que Leo tomara sus fotografías respondieran con el mismo rigor y la misma responsabilidad con los que Matiz cumplía con su tarea. Era tan nuevo eso para ellos, tan inusitado el verlo en un colombiano, que más de una vez se me acercaban a preguntarme en voz baja si el artista de la cámara era gringo. Como las facciones de Leo no daban pábulo a tan absurda hipótesis, yo me salía por la tangente inventándoles que era mexicano y había luchado con Pancho Villa y era mejor hacerle caso porque no era hombre acostumbrado a nuestros circunloquios y vanidades. Después, Leo y yo reíamos a morir en el camino que nos llevaba hacia otra aventura. Esa risa de Leo, cómo me acompaña. La blanca ráfaga de los dientes en medio de su rostro de galán mexicano de Hollywood de los años treinta. Recordaba a Leo Carrillo pero con el carácter de un Von Stroheim.

Podría contar innumerables anécdotas para ilustrar esta lección de mi amigo, recibida por mí, recién cumplidos los veinticinco años, y que convertí en una especie de norma que habría de servirme en los dos campos, al parecer antitéticos y conflictivos, en que se ha dividido mi vida: el mundo del trabajo asalariado con empresas por lo común extranjeras y la actividad literaria. También para escribir un poema o un relato -y tal vez con mayor rezón- es necesaria esa actitud de Leo hacia el trabajo, hecha de respeto, exigencia consigo mismo y con los demás y claridad estricta en la relación con quienes comparten nuestra tarea.

Prueba de ello es precisamente la obra de Leo como fotógrafo. No hay en ella la menor búsqueda de efectos de sorpresa, ni la menor intención de hacer con la imagen literatura, que son las dos grandes tentaciones de las que escapan muy pocos de quienes ilustran esta discutida -injustamente a mi juicio- hija prodiga del arte plástico.

Leo Matiz en sus fotos no quiere decir más ni menos de lo que su cámara ha registrado. Hay en ellas esa honestidad básica, ese rechazo a toda retórica efectista, a todo barroquismo de simular, que las hace tan evidentemente valiosas y perdurables. Leo Matiz sabe muy bien lo que quiere que la cámara vea; es lo mismo que él ha visto y nada más. Un instante del hombre y del mundo que ha de permanecer allí como testimonio de un cierto orden, de una cierta sensibilidad y de una vocación que durante toda una vida se ha entregado a la ardua tarea de hallar la verdad, no de inventarla. Gracias, Leo Matiz, por esta doble lección inolvidable: la personal y la que se desprende de tu obra.

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