La decadencia de la derecha colombiana

La decadencia de la derecha colombiana

"Sólo en una cosa la derecha colombiana mantiene algo de tacto y astucia: hacernos creer que entre Santos y Uribe hay diferencias"

Por: Andrés Arredondo R
abril 06, 2017
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La decadencia de la derecha colombiana

Hubo un tiempo en el que la derecha colombiana dispuso de cierto discurso y utilizó unas prácticas en el que se conjugaban el ingenio, la sabiduría y hasta propuestas plausibles. Es ingenuo asumir que la derecha, por serlo, solo haya agenciado acciones siniestras o criminales como parece ejemplificarlo hasta el cansancio el caso colombiano. Por el contrario, si se tiene paciencia y se aflojan las barreras erigidas desde el odio, el prejuicio o el sectarismo se advertirá que en épocas algo lejanas ya, la derecha adquirió cierto lustre y ostentaba posiciones respetables.

Puede afirmarse que en el siglo XIX casi todo el espectro de pensamiento político era de derecha, desde los lances anti-independentistas de los líderes criollos hasta quienes fundaron los partidos políticos: el Liberal, palabra que, por insólito que parezca, durante dicho siglo significó algo muy parecido a conservar las tradiciones y Ministerial o conservador, ese sí ungido en formas y prácticas retardatarias y reaccionarias.

Hay que recordar también que durante aquel siglo el modelo político hegemónico en el mudo era colonial y temas como la esclavitud y la inferioridad de la mujer eran asumidos como algo tan cierto y objetivo que cuestionarlos te hacía ver como un completo idiota. Para ser concretos, hay que decir que el sentido común forjado por unas estructuras de poder dominadas por la iglesia, la familia, el poder militar y la educación confesional hacían ver revolucionario y pecaminoso hasta un rosario mal entonado. De ahí que la preceptiva literaria y las obsesiones por el uso del idioma fueran un elemento distintivo de lo que sucedía en nuestra parroquia de casi un millón y medio de kilómetros cuadraros llamada Colombia.

En la Atenas suramericana, remoquete con el que se conoce por esos mismos motivos a Bogotá,  los estilistas del idioma, ultra godos como se podrá suponer, hicieron algo más que dar brillo a nuestra lengua, de hecho entronizaron esa costumbre tan colombiana de mirar para adentro, desentenderse de las fronteras y medir todo según el lugar relativo respecto a la distancia con la Capital. No en vano se utilizó obsesivamente la palabra heliotropo para designar a quien tenía la gracia de acercarse a los poderosos, es decir que era tan “poderoso” el detentador del poder, que al que se envidiaba era precisamente a quien giraba en torno de aquel.

Sin embargo, por más repugnante que pueda parecernos todo aquello, lo que había que reconocer era que la derecha, como corriente ideológica, contaba con intelectuales a los que se podía llamar así sin temor a equivocarse. Los había eruditos como Gómez Dávila y avezados en política como Gilberto Alzate Avendaño, quien por demás dejó un legado en el que sobresalen las anécdotas simpáticas, así como expresiones ingeniosas que le granjearon una bien ganada fama de polemista y audaz contradictor.

No obstante, ese barco fue escorando lenta e irremediablemente hacia lo siniestro cuando sus representantes no entendieron el chiste de la igualdad y de la necesidad de fundar un pacto social basado en principios de derecho y no de hecho. Cuando en la década del treinta se habló de la función social de la tierra y con ello se advirtió que el país lo constituía mayoritariamente un pueblo campesino analfabeto y sin tierras, las familias dominantes estallaron en ira santa y se desató ese pandemónium que después se llamó La Violencia, sobre cuyas ruinas se señoreó durante décadas el fantasma de un tal Laureano.

Ese fue otro signo de la decadencia definitiva de la derecha en Colombia: perdieron el buen humor. Anteriormente hasta los caricaturistas de la gran prensa eran reaccionarios, sin embargo hacían gala de ingenio burlándose de este o aquel asunto público. Tiempo después cuando ese sector creyó ver en peligro sus privilegios, fruncieron el ceño, dejaron los buenos modales, se fueron para la finca y se calaron hasta las orejas el sombrero aguadeño. Desde entonces ya no hay quien les saque aunque sea una risita. Para agravar las cosas muestran con orgullo su ordinariez y les parece gran cosa no leer o no disfrutar de las artes, se ufanan por ejemplo de no ir a cine o teatro, o ser poco cercanos a la música.

Otro signo de esa decadencia fue el resultado de una dinámica social desconocida inaugurada por el narcotráfico. Una cosa era incurrir en acciones delictivas con más o menos escrúpulos y otra muy diferente es haber sido colonizados por el ser criminal propio de las mafias del narcotráfico. El estamento de derecha comenzó a no tener ningún reparo en tomar cualquier atajo o en incurrir en acciones violentas con tal de aterrorizar o cobrarse lo que consideraban deudas ¿puede entenderse de otro modo lo sucedido desde la década del ochenta cuando fue exterminado todo un partido político de izquierda o el desmadre del proyecto paramilitar desde aquellos años hasta el presente?

Aquel barco encallado, ostentan hoy en día su casco agrietado y herrumbroso, las velas hechas girones se agitan sin gracia en el viento mientras sus tripulantes organizan patéticas marchas al lado de sicarios y ladrones de medio pelo, tratando de convencer a un pueblo atónito que su motivación es la lucha contra la corrupción.

Sólo en una cosa la derecha colombiana mantiene algo de tacto y astucia: hacernos creer que entre Santos y Uribe hay diferencias.

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