Desde mediados de 2015, los organismos de investigación de varios países han cambiado su estrategia para combatir el fraude en las empresas. En lugar de tratar de recuperar las sumas perdidas, han enfocado sus esfuerzos en perseguir a los responsables, incluyendo a los directores y administradores que permitieron la generación de un ambiente propicio al fraude. En los Estados Unidos de América se condicionan las rebajas de penas a que la colaboración ofrecida realmente sirva para identificar y castigar a los verdaderos responsables; y no solo a chivos expiatorios.
En nuestro país, la situación dista mucho de ser siquiera parecida. Las superintendencias se han anotado sonoros y publicitados éxitos, al producir sanciones económicas ejemplarizantes contra algunas empresas o carteles de empresas que han sido sorprendidas en actos deshonestos; afectando al bolsillo de los consumidores, agobiados ya por una pesada carga impositiva y una disminución del poder adquisitivo de sus ingresos. Pero, aparte de estas multas que van a parar al erario, lo poco que se conoce de sanciones directas a los responsables de tales acciones produce una mezcla de rabia y desaliento. Los señores de Interbolsa en breve gozarán de libertad para seguir gastándose los dineros mal habidos; el señor Murcia está pronto a salir de la cárcel norteamericana en la que se encuentra (no fue posible hallar la manera de qué condenarlo acá), mientras dos pirámides activas, una en Bogotá y otra en Bucaramanga, lo esperan para retomar el camino interrumpido hace poco. Tampoco se supo de alguna sanción a los revisores fiscales de estas empresas, quienes siempre tendrán a la mano un ejército de abogados entendidos en triquiñuelas para explicar por qué, pese a no haber detectado, avisado ni actuado cuando debían, se merecen sus jugosos honorarios.
Lo curioso es que todos protestan cuando el Estado colombiano se mete en los asuntos internos de las empresas del sector privado, potestad y obligación a la que no sabemos cuándo ni por qué renunció.
En un país en sano juicio lo lógico sería exigir
que rueden las cabezas del jefe del gerente de la campaña
(o sea el candidato), y de la totalidad de miembros de su comité de ética
Y ni hablar del sector público. Con casi total seguridad los escándalos de corrupción que día a día animan nuestra existencia se diluirán en el tedio de las noticias banales sobre reinas y futbolistas. En un país en sano juicio lo lógico sería exigir que rueden las cabezas del jefe del gerente de la campaña (o sea el candidato), de la totalidad de miembros de su comité de ética y todos los cuadros directivos de las mismas, ya que los actos de corrupción fueron cometidos por personal bajo su mando. Pero no. Invocando los fantasmas del derrumbe de las instituciones, los cínicos de lado y lado pregonan que es mejor remendar lo que está roto y podrido, en lugar de confeccionar un nuevo traje, a partir del tejido que se fabrique con hilos de honestidad y deseo real de servir a la comunidad; no servirse de ella. En breve estará el expresidente Santos asumiendo el puesto que ha dejado en Unasur su condiscípulo en la escuela del cinismo, el inefable Ernesto Samper.
Todo ello a espaldas no solo de los beneficiarios de la corrupción, sino desdeñando a las verdaderas necesidades de los colombianos.
Atender a las convocatorias a marchar contra el abuso, el fraude y la corrupción puede ser una buena idea. Pero, si a esto no se le suma el verdadero compromiso de actuar para cambiar las cosas, ejerciendo nuestra ciudadanía mediante el voto a conciencia, sería como ayunar el Viernes Santo, antes de salir de rumba hasta el Domingo de Pascua. Pura forma.