“Un cielo tan turbio no se aclara sino con una tempestad” W. Shakespeare
El tiempo marcha sin pausa y los partidos tradicionales y sus huestes de políticos profesionales remiendan apurados sus vestidos para la “contienda democrática”. Empresas electorales de derecha y ultraderecha en Colombia, se aprestan para el cuatrienal festejo de a confusión, y lo preparan lo más caótico posible, solo así encuadra a sus intereses inmediatos, a saber; cubrir la bochornosa embriaguez de un rey desnudo, que danza sin recato ante la opinión pública nacional y mundial, donde el mencionado rey, es el régimen ¡completo!, con todo y matices, con todo e “independientes”.
Estos últimos en medio del desconcierto imperante, en el “desbarajuste de la gran baraja” al decir de Rafael Alberti, deciden presentarse como conserjes de la pulcritud programática y autoproclamarse voceros de la coherencia política, como un ademán preelectoral para invisibilidar su cautelosa proximidad durante años, con los hoy maltrechos partidos políticos tradicionales y sus escisiones.
La táctica de los “impolutos”, conforma una plataforma electoral, que aunque oportuna, se limita hasta ahora realmente a ser una campaña controlada de anticorrupción, que se entrevé desde ya, como un dispositivo que propugna por evitar la tempestad, con discursos tan similares, que solo habilidades individuales en la técnica de la demagogia, más algunas diferencias en las innovaciones semánticas, diferenciarían entre sí, a exalcaldes y senadores de la república, que hoy son exhibidos como los adalides de la nueva forma de hacer política.
Lo anterior, no ha eximido a este grupo de dejar algunos vestigios, que por sus coloraciones, no pasarán desapercibidos para importantes sectores de la opinión pública; el tufo teatralmente indignado, la excesiva impaciencia, el frenetismo monotemático, que no permite visualizar un plan de gobierno ni una propuesta integral de país, son signos que para un pueblo sabedor de malabares politiqueros, le permitirá a este último descifrar eventuales pretensiones de obstaculizarle la iniciativa, controlarle la irritación e impedir su desencadenamiento.
En Colombia el ruido de sables, por lo general termina apaciguado por el estruendoso taladrar de las maquinarias electorales, y así como la ultraderecha en Colombia es conocida por sus destrezas en huir hacia adelante, otros hay, que en actos de mesiánica dramaturgia se auto exoneran de practicar formas tradicionales de hacer política, y huyen hacia el término “independientes”.
Unos y otros, se autoerigen hoy como emisarios del pueblo, pero los primeros solo han conocido los procesos populares para desmembrarlos, recurriendo al señalamiento y a una violencia brutal, y los segundos desde órbitas en las que las comunidades son vistas como “sujetos” inactivos, aptos solo para la investigación estadística, seres humanos en tanto seres cansados de algo; hoy en día de la corrupción y la politiquería, y sujetos políticos, en tanto necesitados de algo; de pulcro-cratas que los “liberen” de maquinarias disfuncionales, convertidas en tales como consecuencia de los corruptos.
Así, la visión independiente sobre el pueblo (ciudadanía), no es la de ser éste un sujeto, es decir un portador de poder social, popular y político, el cual no debe ser suplantado y cuyo desenvolvimiento es auto referenciado, sino que, en realidad, es percibido fundamentalmente como un colectivo perpetuamente insatisfecho, a causa del desvío del presupuesto público.
De allí que, en el fondo, para éstos sectores la movilización popular deba ser lo suficientemente circunstancial, virtual y de corto aliento, pero cuya presión debería alcanzar el nivel apropiado para hacer descender los datos estadísticos negativos.
En consecuencia, no se reconoce en la corrupción un fenómeno congénito del capitalismo, y del régimen político que lo expresa en Colombia, sino una escueta y particular falla administrativa, proveniente de un tipo específico de burocracia disfuncional, cuando no, de un complejo fenómeno social, pero determinado exclusivamente por la conducta individual.
El problema entonces, para algunos sectores de los llamados nuevos partidos, no es la corrupción, la pobreza o la exclusión, sino el que estos fenómenos, no sean apropiadamente administrados de tal forma que contengan en primer lugar el preocupante avance del rechazo generalizado a la clase política, a los gremios económicos y a las diferentes instituciones del Estado, y en segundo lugar que aplaquen a la ya incubada ira popular.
Y es que parece aproximarse una gran tempestad, pero en esta ocasión a diferencia de las borrascas sufridas cada invierno por las mayorías colombianas; ésta que se incuba, parecería dirigirse más hacia los palacios que a los pequeños ranchos a orillas del Sinú, más hacia una mansión que a una casita de cualquiera de los barrios populares en el territorio nacional. Un cielo tan turbio, es tempestad apremiante, que puede desatarse en el contexto de las elecciones del 2018.
Si estas jornadas se presentan en el ya tradicional contexto de fraude, manipulación electoral mediática, presión psicológica y violenta, así como de trasteo de votos, etc., pronto será una turbulencia caótica.
Pero si las maquinarias tradicionales y los nuevos dispositivos electorales distractores, prudentemente se abstienen de obstruir la expresión del torrente y puede el pueblo pronunciarse libremente; la tempestad entonces será probablemente más serena, aunque más profunda y extensa.
En ambos casos anegará también a aquellos sectores siempre tan expeditos a beber del rancio sudor de la clase política tradicional, y cuya carrera política se desenvuelve en la intrascendente ambición de aparecer como fuego fatuo en las refinadas alturas del poder y las corruptelas, apremiados por algún cargo administrativo, como tarima para ofrecer a la sociedad una supuesta nueva mirada política, reducida ésta a reformas “importantes” al régimen, pero que cumplen realmente con una labor cosmética del poder dominante, al tiempo que se sirven de las endógenas perversiones políticas de dicho poder, para exhibirse como centro izquierda y de los desaciertos de la “izquierda democrática” para presentarse como independientes.
Por otro lado, algunos personajes de la desparramada clase política colombiana aún creen poder posar de intachables durante algún tiempo más, sin ser identificados por la opinión pública. Esta jauría de políticos, que con clara desfachatez pretenden resucitar en las pantallas, la radio, los diarios y en las plazas públicas, como si fuesen de una especie ajena al festín de la avaricia de esa élite que ha forjado solo ruina para los colombianos, o de la ejecución, complicidad o complacencia con manejos económicos, administrativos, políticos y militares contra el pueblo, ya no consiguen en la actual coyuntura mimetizarse, ni siquiera por el siempre benefactor reboso de las tesis “inatacables” de la anticorrupción, dado que las acciones de fuga desde sus guaridas electorales, marcadas como nunca con el desprestigio político ante la opinión pública, son graciosas contorsiones oportunistas, visibles hasta para los colombianos más indiferentes.
Pero si en algo coinciden los difuminados políticos tradicionales y los eternamente renovamos “independientes”, si existe algo que los complementa en la actual coyuntura política y social, es la progresiva fabricación y difusión de una muy particular mitología explicativa sobre la guerra y la paz.
El mito santista elaborado en tiempos de “paz”, en el sentido de pregonar un limitado contenido político de los diálogos en la Habana, presentándolos de algún modo como un simple, -aunque extenuante- trámite para el desarme de las FARC, se articula con el mito uribista construido en tiempos de guerra, en relación a una virtual derrota militar y política de la insurgencia.
De esta continuidad mitológica se derivan otras explicaciones artificiosas, tales como, por ejemplo, que los diálogos de paz de la Habana fueron producto de la benevolencia del Estado colombiano, que los puntos discutidos y los acuerdos firmados están concebidos para beneficiar a las FARC y no al pueblo, y habría que agregar por supuesto el enunciado obsesivamente reiterado por sectores de los independientes: “Ya terminamos con las FARC, ahora pasemos la página de la paz y de las FARC”.
Cuesta creerles a los precandidatos a las elecciones presidenciales hoy arrojados al llamado ruedo electoral, que afirman que el tema de la paz no debe ser centro del debate político.
Sorprende por ejemplo la premura con la que Claudia López pretende despachar el tema en mención, “Colombia – afirma- ya no tiene como prioridad ni las FARC ni la paz”.
Es claro que se trata de una proposición que, sin estar demostrada, se pretende establecer como una verdad ecuménica, cuyo análisis, por tanto, no solo deba postergarse sino soslayarse, de ahí el inconfundible tonito, que la descubre como una estrategia evasiva, mientras que, para cabalgar en la más oportuna coyuntura política, concluye que el objetivo ahora es “derrotar la corrupción, el gran cuello de botella para modernizar y desarrollar el país”.
Por su parte para Sergio Fajardo el país debe doblar la página del Sí y el No a la paz y “abocarse al debate sobre otros grandes problemas nacionales, la corrupción en primer lugar, ese grave cáncer de la democracia”.
Otros más al parecer han optado por alejarse del tema de la paz y obviamente de los acuerdos, y aseguran que intentarán poner en primer plano los debates sobre la pobreza y la inequidad en medio de la crisis económica y de las insatisfacciones de amplios sectores de la población.
De esta manera se omite premeditadamente la profunda relación dialéctica entre el logro de la paz y dichas problemáticas, propendiendo por limitar los acuerdos y el empeño popular en su implementación y construcción de una paz con justicia social, como principio de solución, y como aglutinador proyecto político, genuino, en cuanto a ser el deseo más sentido de la gran mayoría de los colombianos.
Es claro que, si el vertiginoso ritmo de la política colombiana se ve determinado al de la búsqueda de la paz, de los acuerdos de la Habana, y hoy del trayecto legislativo y la implementación de los acuerdos, es porque este trascendental asunto no se limita a las FARC, como lo consideran algunos precandidatos.
Defender la implementación no es defender una supuesta impunidad a los prisioneros políticos y de guerra de las FARC, es defender el derecho a la rebelión y garantizar la amnistía ya acordada, para miles de prisioneros políticos, y de civiles inconformes arrojados a las hacinadas prisiones por el solo hecho de protestar o pensar diferente.
Defender la implementación no es solo para garantizar dignas condiciones de vida de los guerrilleros de las FARC que dejen las armas y realicen política legal, es defender también la recuperación ya acordada de millones de hectáreas para campesinos que fueron expulsados por el paramilitarismo y las fuerzas estatales.
Defender la implementación de los acuerdos, es no solo velar por la adecuación de las Zonas Veredales de Transición y Normalización y puntos de Transición y Normalización, para los guerrilleros, es también garantizar vivienda, salud, educación e inversión en el desarrollo del campo a partir de múltiples proyectos colectivos y autónomos ya acordados.
Defender y velar porque el Estado cumpla con los protocolos de seguridad, lucha contra el paramilitarismo y garantías para la participación del Partido Político de las FARC, sin que sus miembros o simpatizantes sean asesinados o reprimidos, es defender a los dirigentes sociales y populares en Colombia, y abrir un espacio de apertura política, de derecho a la protesta, a la participación de las comunidades, partidos y movimientos de oposición.
Son demasiados y muy valiosos los avances plasmados en los acuerdos que deben ser concretados, y no son resultado de condescendencia estatal alguna, sino de una innegable realidad política y militar. Pero a pesar de ello, dichos alcances en su gran medida exigidos y propuestos por el pueblo y sus organizaciones sociales, han sido omitidos, ocultados o desvirtuados premeditadamente por el gobierno y sus partidos, la extrema derecha y sus partidos, por los llamados partidos independientes y los medios masivos de comunicación, en razón a intereses electorales, y con el deshonesto propósito de que el pueblo no defienda los acuerdos, y se autoexcluya del proceso de implementación.
Sin embargo, “deseos no preñan” dice la sabiduría popular, y la paz continuará siendo tema obligado, y el pueblo proseguirá avanzando en su protección y defensa, porque hay todo de él en lo acordado, y su lucha garantizará que no lo pierda.
Mientras tanto, la tradicional clase política con su tan acostumbrada arrogancia, desde ya se esmera en adiestrar sus sonrisas, en preparar sus trajes de campaña, ensayar dramáticos discursos y seguramente aprovisionarse del mejor antiséptico para borrar sudores de miles de manos incautas.
Pero el 2018, podría pasar de ser la comparsa circense que espera organizar la élite, confeccionada por algunos grupos políticos de renovadores, a transformarse gradualmente en el cortejo fúnebre de la histórica fanfarria politiquera, cuyo sepulturero no será un nuevo modo de hacer política, sino un nuevo contenido político, una fuerza popular atronadora, que aligera el paso, que ya entendió que el problema no es solo de corrupción sino de putrefacción de las élites económicas y políticas, y que además, no dudará en despejar el cielo turbio con una tempestad.