Había una, ¿ves? Ahora no está. Los suyos, aunque boyantes, extrañan a Blanca, con la que tratan. Es su primer viaje en avión y está nerviosa, pero su fantasía ahora es una realidad: Tokio, ciudad de millones, de luces y flores de cerezo. No le costó un peso porque todo corrió por cuenta de quien la contrata. Dicen que es una gran empresa que factura millones de dólares al año y su viaje, que salió en un par de miles, podrá pagarlo en módicas cuotas con el fruto de su trabajo.
En mal español le dan la bienvenida a Blanca, con la que tratan. Está nerviosa y muy expectante, pero sabe que en sus manos está el futuro de su familia y de su hijo, el que ahora cuenta con ahínco a sus compañeros que su madre se encuentra lejos, donde con talento hacen los dibujos animados que todos los días ve por cable, después de la escuela.
En auto de lujo transportan a Blanca, con la que tratan. Sus anfitriones hurtan su pasaporte y toda documentación requerida en emigración. Uno de ellos, al parecer paisano, le explica que se lo devolverán cuando, gracias a su trabajo, termine de pagar lo que adeuda por su viaje, y eso incluye los intereses anuales. Y con contrato verbal, al modo de la vieja escuela, le hacen prometer que pagará todo, incluyendo sus viáticos, que se resumen en dos comidas diarias y un camastro para conciliar lo que será su deseo de volver.
Hoy, sus primeros clientes, violaron a Blanca, con la que tratan. Uno le penetró el orgullo y otro eyaculó en su dignidad. Son los primeros de muchos que le darán de comer a ella y a su familia. Al culminar su jornada de dieciocho horas no le propinan un solo peso, aunque por allá les llaman yenes. Recibe un caldo con arroz, le dicen que esa es la comida típica del lugar, que se la coma, que necesita recuperar fuerzas para su segundo día de trabajo.
El tiempo pasa para Blanca, con la que tratan. Hace más de tres meses que se encuentra cautiva en algún lupanar de Tokio, a merced de las necesidades sexuales y económicas de otros. Ella es la consentida del lugar y hasta la rebautizaron. Sus empleadores y clientes frecuentes la llaman Harumi. Los doctos de la lengua le explican que su nuevo nombre significa flor de primavera o belleza primaveral, aunque en Tokio siga siendo invierno.
Llega la hora para su cóctel de analgésicos, por lo que Blanca, con la que tratan, se los pasa todos con un sorbo de una botella de agua, la cual anotan en su cuenta. Las jornadas son extenuantes y ya casi no siente asco, pero su cuerpo está fatigado. El puñado de pastillas es su mejor aliado en las arduas jornadas, porque necesita aguante para atender a la clientela.
Ya son varios años en los que Blanca, con la que tratan, no recibe remuneración alguna. Cuando pregunta por el libro de cuentas, para tener la certeza de los clientes que necesita atender para quedar con la deuda saldada, recibe una diatriba por respuesta y la envían a seguir trabajando. Pero ya no puede emplearse a fondo, se siente enferma.
Dicen los que saben que ahora Blanca, con la que tratan, ya no es buena y está poco buena. La celulitis la posee, su cara tiene manchas y una que otra arruga. Uno de sus senos está caído, el otro está en la basura a causa de un tumor que sus contratantes evitaron se le propagara amputándolo allá mismo, en el único lugar del que nunca salió ni en sus pocas horas de descanso.
Le consiguieron reemplazo a Blanca, con la que tratan. La nueva empleada es de origen africano y se llama persona, aunque algunos otros prefieren llamarla mujer. Hoy es el primer día laboral de la Mujer, con la que tratan.