En Colombia solemos pasar del dolor a la alegría y viceversa en un santiamén. Nuestros estados alterados y alternados en una alteridad perversa y socialmente aceptada, nos convierten en un conglomerado variopinto y vulnerable en medio de la diversidad frente a las comuniones de los poderosos y poco dados a la unidad y defensa colectiva, frente a esos mismos abusos de los poderosos de siempre.
Tanto la vida prerrepublicana como la republicana han sido periodos cargados de histeria colectiva y de totalitarismos de parte del establecimiento hacia la sociedad y la exigua ciudadanía que hemos ido formando y forjando a punta de sangre.
Nunca el debate ideológico y la contraposición de principios han estado por encima de las formas tradicionales de zanjar las diferencias entre pares de una misma nación como la nuestra. Lo más civilizado que hemos alcanzado han sido una serie de acuerdos entre élites para socavar la confianza popular y repartirse el poder alternamente y mantener intacto el fin último de usufructuar al Estado a su antojo.
¿Por qué lo poco de humanidad que hemos construido, al mismo tiempo es nuestro mayor peligro?
Las intensas y sufridas conquistas en materia de derechos humanos y su extensión subjetiva a todo el que se considera ciudadano sujeto de derecho, son un frágil envoltorio que nada ni nadie ha podido defender. Hemos intentado reformas constitucionales, acuerdos de paz y ensayos de convivencia con unos y otros; igual, como en el dilema de la serpiente, terminamos devorando la propia cola que nos estabilizaba en un equilibrio aparente y natural.
Somos fallidos como sociedad. Somos un remedo de democracia liberal al peor estilo occidental. Somos capaces de seguir matándonos sin el menor asomo de vergüenza frente al mundo.
Los caballeros de la guerra ganan la partida con amplia ventaja.
¿Seremos capaces de cruzarnos de brazos
mientras ruedan nuestras cabezas por el suelo?
Las apuestas a favor de la tranquilidad y la convivencia están diezmadas. Los caballeros de la guerra ganan la partida con amplia ventaja. ¿Seremos capaces de cruzarnos de brazos mientras ruedan nuestras cabezas por el suelo?
Es un deber serio de cada uno de nosotros salir a defender lo poco de humanidad que hemos alcanzado, aunque sea el mayor peligro que represente en un contexto limitado de promoción y validez de los derechos humanos. No hay otra salida. Beber sorbos amargos para contrarrestar los empalagamientos no es buen consejo. El Estado parece defendernos pero también engendra su propia violencia.
¿Qué camino tomar como sociedad cuando se está frente al dilema de la humanidad alcanzada como peligro de sí misma?
No se ven faros en la costa cercana. Lo más probable es que encallemos en medio de las olas y los bancos de arenas del inmovilismo social. La ausencia de timoneles es lo más abundante en medio de un océano de incertidumbres políticas; todos aquellos que posan de defendibles también tienen su míster Hyde cerca de su propia sombra. Todo está prohibido, menos cruzarnos de brazo.
¿Hay algún candidato político que le inspire confianza en estos momentos en el país? ¿Es posible volver a confiar en los políticos tal y cual como los conocemos?
Dos racionalidades se debaten entre sí. Por un lado la de la inercia del ciudadano que concurre al ritual de las elecciones y saca ventaja del asunto. Por el otro, el abstencionista e indiferente que avala con su actitud al régimen y al mismo tiempo desde su torre de marfil ve avanzar el fuego por la llanura cercana.
Un totalitarismo de Estado no necesariamente pasa por dictaduras y remedos de democracia, también se acompaña de esa “abstracta desnudez de ser nada más que humanos que constituimos el mayor de los peligros de la humanidad”.
El mundo afuera también lo experimenta: la xenofobia en USA y Europa es suficiente argumento para traerlo a la mesa. Por eso ganaron las propuestas radicales de derecha y de desmantelamiento de uniones ficticias y de conveniencia.
Aquí nosotros con la carga de desplazados por la violencia, los próximos excombatientes de la guerrilla y la exclusión social que nos mantiene como una de las sociedades más desiguales del planeta, también hemos incubado ese peligro de humanidad y no hemos cesado en su empeño.
Urge en estos momentos una nueva potestad para esta sociedad: la potestad de trazar un límite entre lo humano y lo inhumano. Entre la condición de ciudadano y excombatiente, entre ciudadano y desplazado y entre ciudadano y excluido. No hay otra.
Coda: Una recomendación. Leer a Zygmunt Bauman en Amor Líquido (2016) y su análisis sobre el derecho que tiene el Estado soberano a eximirnos de la humanidad, apoyado en Edmundo Burke y Hannah Arendt.