En esa tierra firme, bella e inmediata, los días pasaban entre la desolación y la desconfianza. Las promesas, las propias y las ajenas, parecían vacías y redundantes. Un juego, una broma, una burla cínica de la capital. Caída tras tumba, palabra tras silencio, ataque tras retirada, las mañanas se acortaban para permitir a las noches precipitarse e invadirnos. Oscuridad. Intermitentes luces, remedo de viejas luciérnagas, se asfixiaban en la frágil historia del porvenir. El que no se atrevía a llegar. Futuro sí, pero no ahora, cantaban los borrachos mientras se golpeaban contra las paredes. Y llegó él. Pequeño, pausado y muy fierito. Dolido por dentro y por fuera. Claro y fuerte. Un destello que encandilaba, un discurso, que a muchos angustiaba, pero a fuerza de desesperación y cansancio convenció: acabarlos de un solo tajo. Guerra frontal sin titubeos. Fusiles cargados. Ese era el problema y esa la solución.
La incredulidad del tiempo empezó a temblar ante los resultados. Las estrechas carreteras de esa tierra volvieron a transitarse sin tanto temor. Aplausos. Campos enteros volvían a ararse y las plazas de los municipios celebraban la presencia de ejércitos que regresaban con confianza reluciente. Soldaditos jóvenes, a su pesar, volvían de ese histórico abandono llagado, irresponsable e indolente. Los sabidos enemigos replegaron su comodidad y cinismo. Se supieron vulnerables. Bajas y fosas comunes. Discursos enérgicos y rabiosos, amparados de frustración, alimentaron multitudes de pueblo pequeño y metrópoli. Apetitos saciados con nervio y entraña de hermanos. Un carnaval del presente, victorias que se avecinaban. Él ya no era él, eran ellos. Éramos todos.
Pero no éramos todos. Él lo sabía. Muchos de los enemigos eran producto de su insaciable imaginación. Persecución. Mujeres y hombres de leyes y titulares, viudas y huérfanos, se escondían y callaban temerosos de sus señalamientos irreductibles que de víctimas los transformaban, mecánicamente, en enemigos. Él no lo permitiría, no así de fácil. Oficinas enteras y funcionarios diligentes se dedicaron a los hostigamientos que pasaron desapercibidos en esa democracia débil y embriagada, que empezó a darse licencias y a tomarse vacaciones. Todos sabíamos, nadie veía: la peor ceguera.
Los días trajeron verdades que se habían acallado por la efervescencia:
obscenidad, gula y escándalo, muertos falsos asesinados con balas verdaderas,
fugas de convictos que se formaron entre su más cercano séquito
Las tardes pasaron con avidez. La confianza se cifró en frases que nos repetimos una y otra vez hasta perder el sentido. Los relojes fueron desgastando los mandamientos. La claridad anestesiada empezó a despertar. La luz se colaba por las fracturas de esa otrora perfección. El mesías del verbo se hizo carne. Llegó el momento de su despedida. Él no se fue. No sabía irse. Los días trajeron verdades que se habían acallado por la efervescencia: obscenidad, gula y escándalo, muertos falsos asesinados con balas verdaderas, fugas de convictos que se formaron entre su más cercano séquito. Absorto decidió contraatacar, lo negó todo, lo olvidó todo, lo perdonó todo. Aprendió de sus antecesores el mal ejemplo de la historia. Y fue ahí en que al mirarnos los unos a los otros, mientras intentábamos avanzar, ausentes de él, lo supimos: seguíamos enfermos.
Los ojos perdieron su monopolio de parpadeos y fue nuestra moralidad balbuceante la que se prendía y apagaba hasta fundirse. Le perdimos respeto a la verdad a la que enterramos entre retóricos resultados y cifras huecas. Hordas de millones votábamos igual y por los mismos. La enfermedad no avanzaba por ignorancia, avanzaba por cinismo. Él había triunfado por algo que siempre supo: el problema verdadero nunca fue él, o sus enemigos, éramos todos.
En esta tierra firme, bella e inmediata, los dolores persistían, la bestia histórica, la verdadera, en la que él cabalgó hacía sí mismo, aún devoraba a sus hijos, la corrupción que alentó, que rescató y que maquilló, hizo ver a los viejos enemigos de la montaña como utilería y tramoya, esa enfermedad que aunque no inventó, avanzó trágicamente en sus días de gloria, en sus días de fortuna, esos mismos que él, incapaz, se negaba a dejar escapar. Y nosotros sin duda: cómplices. Nosotros.
Decía Platón que lo que se celebra en una sociedad es lo que se cultiva.
¿Qué estamos celebrando?.
@CamiloFidel