Yo nací en un mundo que incluye su perspectiva. Es una perspectiva negra, ingrávida, capturada en fotografías y filmaciones desde hace más de medio siglo. El mundo ahí es un modelo que posa ajeno y magnífico y azuloso. Desde el espacio se ven brillar los estallidos de las tormentas eléctricas, el oleaje verde de las auroras boreales, manchas extendidas de hielo o de arena, y encima, la leve capa gaseosa de la atmósfera, apenas una córnea que separa la vida de la rudeza universal. Se ve flotando la Tierra. Se ven flotar también encima suyo y debajo de las cámaras satelitales, nubes arremolinadas, desgranadas, formas del viento. Se ven pasar fragmentos estelares que anuncian, con un incendio efímero, su entrada al planeta. Se ve la Tierra. Yo la he visto así desde siempre, desde las “monas” del álbum de historia natural Jet. Desde las páginas de los libros del colegio. Y desde los logos y rótulos con que la política reciente ha lidiado con la polarización y la guerra.
No sé si uno podría alguna vez dejar de asombrarse ante una imagen externa del planeta. La herencia que nos han puesto en las manos los astronautas e ingenieros capaces de estos registros es asombrosa. Puede uno imaginar cómo alguno de ellos perdió el aliento al tener, menudo espectáculo, al mundo en frente con toda su gravedad. Hoy esa perspectiva es bastante cotidiana, claro, y ocurre en un proceso literalmente fantástico a través de los sistemas satelitales de mapeo. Caer en picada desde el cielo, en fotografías que simulan el tiempo real hasta llegar al barrio propio, a la calle de todos los días, al techo de la casa… eso, con un teléfono celular, es como un misterio manual. Maravilla rutinaria, la Tierra. Agradece uno haber nacido en estos tiempos en que la proeza de esa representación cabe en el bolsillo. De hecho es sorprendente que quepa en la cabeza. Y cabe. La hemos hecho a nuestra medida.
El asunto de la perspectiva es interesante en estas filmaciones y fotos porque parecería completo. Hemos estado adentro de esa concentración viviente que ahora se nos fija desde fuera: superponemos en esa imagen nuestra experiencia terrestre entre las masas verdes, debajo de los nubarrones y las tormentas, en medio de los brillos urbanos y sobre el mar. Creemos reconocer esos paisajes familiares en una imagen que los exhibe desde lejos y ese efecto de la mirada es todo un ejercicio de la imaginación y de la presencia. Exige una cierta reconfiguración entre lo real y lo posible. Quienes han visto el contorno de la Tierra con sus propios ojos solo tienen palabras grandes para intentar describir tal evento: “poderoso”, dicen, “increíble”, “sobrecogedor”, “tremendo”, “formidable”. Uno supone que detrás de esos adjetivos trascendentales algo serio se les reveló. Se puede sospechar que los atravesó, con toda contundencia, una experiencia estética.
Si algo trae consigo el poder de las representaciones cuando ponen a gravitar a su alrededor las ideas que tenemos sobre la realidad, es la perspectiva. Diremos que en nuestro tiempo los avances de la pintura han llegado a alturas considerables y literales. Diremos que la vida no puede ser la misma después de conocer, gracias a la perspectiva, lo que conocemos. Ese ejercicio sorprendente de redimensionar el entorno, de reconsiderarse a uno mismo, sabemos, no obstante, hacerlo hace mucho tiempo: es el regalo del arte, con el que vivimos tan campantes, como si nada.