Erdogan, que ha acabado en apenas unos meses con la herencia republicana, laicista, democrática y occidental de aquella nación que fundará Mustafa Kemal Atatürk, se comporta de una forma tiránica, despótica y salvaje, ajena a los usos y modos de un Estado de Derecho y siguiendo los rituales propios de las más infames tiranías. El régimen que pretende fundar, donde él se sitúa de una forma omnímoda en el centro del mismo, tiene sus orígenes en el falso (e inventado) golpe de Estado de pasado 15 de julio, una trama seguramente orquestada por el mismo Erdogan para acabar con la oposición democrática y con todo vestigio del antiguo orden constitucional.
Erdogan ha dejado pequeño a Hitler en su brutalidad. Hitler, cuando sufrió la denominada Operación Valkiria que intentaba acabar con su vida, apenas detuvo a unas 5.000 personas y ejecutó a unos 200 supuestos responsables. Erdogan ha ido mucho más lejos: ha liquidado quizá para siempre la democracia en Turquía, convirtiendo al país en una enorme ergastula en donde purgan más de setenta millones de habitantes, y ha detenido, perseguido, torturado o expulsado de la administración, seguramente, a más de 100.000 personas. Hasta los árbitros de fútbol han sido detenidos y más de un centenar han sido despedidos de sus puestos. Hace unos días, en un hecho a medio camino entre el humor negro y Kafka, fue detenido un camarero por decir que nunca le serviría un té a Erdogan, unas declaraciones altamente peligrosas en esa bárbara dictadura en la que se ha convertido Turquía y que, claramente, podrían desestabilizar al régimen (risas).
Académicos, periodistas, una ex miss mundo turca, decenas de miles de militares, activistas gays, políticos kurdos y así hasta un sinfín de profesiones, condiciones y ocupaciones han sido perseguidos por Erdogan. En la nueva Turquía, forjada a sangre, fuego y tortura por Erdogan, es mejor parecer bobo y callar que hablar y acabar en la cárcel por años. A los detenidos, además, les esperan los malos tratos y la (segura) tortura a manos de los esbirros del dictador. Ya pudimos ver en julio y agosto como los militares detenidos tras el golpe de mano de Erdogan presentaban un aspecto lamentable, con visibles signos de haber sido torturados y golpeados. Hasta las fuerzas democráticas, como el partido que representa a los kurdos de Turquía, el Hadep, han sido perseguidas y sus principales líderes, con el complaciente silencio de la Europa democrática, han sido detenidos y encarcelados sin juicio.
ERDOGAN NUNCA FUE UN DEMÓCRATA, SOLO UTILIZÓ EL SISTEMA
Erdogan nunca fue un demócrata, eso está claro, tan sólo utilizó el sistema, como Hitler, para hacerse con el poder a través de las urnas y después subvertir el orden político, acabando con la Turquía moderna y tolerante. La herencia turca de Atatürk, que era una democracia con sus limitaciones y carencias, fue borrada de un plumazo para dar paso, en su lugar, a este aberrante régimen cavernícola, medieval y del que sólo se puede esperar el terror y la muerte. Miles de turcos ya padecen las consecuencias de esta dictadura que apenas comienza y cuyas consecuencias pagarán millones sin exclusiones.
Pero mientras la infamia, la ignominia, la mentira y la corrupción moral y ética se abren paso en la Turquía preshistórica de la mano de este aprendiz de Hitler, el mundo calla. La Europa democrática guarda silencio -salvo el Parlamento Europeo, que ya condenó a la dictadura de Erdogan- y los Estados Unidos, aliados durante años de Turquía, tampoco dicen ni hacen nada. Los excesos de Erdogan, que ya han cruzado el Rubicon de lo razonable y aceptable, son tolerados por todos e incluso algunos, como el presidente ruso, Vladimir Putin, le ríen las gracias. Vaya pareja.
A la difícil situación de Oriente Medio, cada vez más bajo el peso de un megacaos sin control a merced de las difíciles coyunturas de Irak, Siria y Afganistán, se le viene ahora a unir la guinda de Turquía. Apoyado por los ultranacionalistas turcos, el islamismo radical, un ejército ya purgado de elementos kemalistas y una buena parte del establecimiento, Erdogan ha logrado crear una sólida base para mantenerse en el poder durante mucho tiempo -salvo imprevistos- y consolidar su régimen, doblegando a cualquier forma de oposición y arrasando hasta los últimos restos de lo que quedaba de la imperfecta democracia turca.
Parece que ya no hay vuelta atrás, que la dictadura se impondrá sin disidencia, pero el asunto debería preocuparnos a todos los demócratas del mundo. Una Turquía en manos de Erdogan, tal como se está viendo en estos días, tan sólo será un foco más de inestabilidad a añadir en esta región del mundo. La resolución del conflicto de Chipre, isla ocupada por los turcos en el año 1974, volverá a entrar en un periodo de incertidumbre y zozobra. La guerra en el Kurdistán, que parecería que se acabaría resolviendo pacíficamente tras un conato de negociaciones entre Ankara y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), se recrudecerá y la violencia continuará en toda Turquía. El terrorismo, atizado por los kurdos y otros grupos excluidos del sistema, volverá a darnos nuevos episodios sangrientos y plagados de una gratuita e inusitada violencia, tal como hemos visto como aperitivo en el 2016 y en el reciente atentado de Estambul. Erdogan, si alguien cree que es un factor de estabilidad, equivocadamente, se ha convertido en parte de los problemas que se viven esa parte del mundo y no en la solución de los mismos.