Son las siete y Puerto Boyacá todavía duerme. Estoy en territorio boyacense, pero la idiosincrasia de su gente parece paisa. Los jóvenes quieren terminar el bachillerato para irse a Medellín, la ciudad que vio nacer a Fredy Guarín. Camino cinco cuadras desde el Muelle de los Jonson y llego al barrio más antiguo, Pueblo Nuevo. Por un callejón en medio de dos casas, una amarilla y otra curuba está la de los Guarín, azul como el uniforme del Porto F.C. Golpeo y aparece Yamile empijamada, es la tía de Fredy.
—Vuelva después, todavía estamos durmiendo. Grita sin abrir la puerta de vidrio.
Como no parezco de la zona, María Hilda y Ligia, vecinas de los Guarín hace 50 años, me invitan a un tinto. En una silla Rimax me siento a conversarles mientras en una parrilla de carbón asan sus arepas de maíz.
—Estoy buscando a los abuelos de Fredy Guarín— Ligia me extiende una arepa quemadita y me dice.
—¿Doña Mercedes y Don Absalón? Ellos están muy viejitos y se levantan tarde— sin preguntarles me anticipan la historia.
Fredy Alejandro Guarín Vázquez nació en 1986, el mismo año en que Ecopetrol instalaba sus primeras perforadoras en el pueblo y Henry de Jesús Pérez patrullaba las calles. Fredy Alejandro se salvó de entrar a la universidad de los sicarios gracias al fútbol. Esa escuela del terror financiada por Pérez “el papá de los paramilitares” y comandada por Yair Klein que por esa época gradúo a muchos jóvenes con asesinatos como el de Luis Carlos Galán. A los Guarín, ellos no alcanzaron a tocarles la puerta.
Fredy papá, de quien el futbolista heredó su nombre, desde niño le transmitió a su hijo la pasión por el fútbol. El deportista recuerda ver a su papá con el radio pegado a la oreja escuchando los partidos de la Liga Postobón. Mientras las AUC y el Cartel de Medellín se disputaban la producción y paso de drogas por las selvas del Magdalena Medio, Fredy se imaginaba en la mitad en una inmensa cancha verde. Con tres años sus cortas piernas no se cansaban de correr todas las tardes las ocho cuadras que separan la casa de Don Absalón de la cancha de Pueblo Nuevo. Su padre quien como una sombra invisible lo seguía hasta ese lote polvoriento fue el primero en ver los goles de este mulato de 1,83 metros de estatura que hoy se gana tres millones de euros al año jugando fútbol.
Pueblo Nuevo es el barrio más antiguo del municipio y su nombre se debe a que este iba a ser un pueblo independiente de Puerto Boyacá. Está compuesto por casas multicolores de una sola planta construidas y pintadas por sus dueños a quienes el Estado les entregó un lote baldío hace más de 50 años. Aquí nació, pero no creció, Fredy Alejandro. En la casa de sus abuelos paternos pasó sus primeros años, por eso y porque ahora se ha convertido en una estrella, sus vecinas dicen conocerlo de toda la vida.
Fredy papá sacó a su familia del pueblo por perseguir un sueño que era más suyo que de su hijo. Una ilusión que alejó a los Guarín de una realidad violenta y sanguinaria. La carrera empezó en el Patriotas Fútbol Club de Tunja donde Fredy llegó siendo un niño. Continuó en Ibagué donde terminó el bachillerato mientras jugaba en el equipo Cooperamos Tolima. En esta ciudad escaló a las inferiores del Deportes Tolima y en 2002 tuvo su boleta de entrada a un equipo profesional, el Atlético Huila.
Voy a completar dos horas en el zaguán de Ligia y María Hilda cuando Yamile abre la puerta. Desde aquí puedo ver la casa azul al fondo de un callejón. Me introduzco por el camino de barro y en menos de diez pasos estoy frente a Doña Mercedes. Sin levantarse de la mesa de cuatro puestos que es el comedor del hogar me sonríe mientras escarba los restos de una arepa blanca en el plato. No sabe quién soy pero me recibe con cariño. Una niña de seis años, su bisnieta, le dice que soy periodista y le voy a preguntar por Alejandro, que es como le dicen al centrocampista del Inter de Milán en la casa. Me advierte que para que me escuche tengo que gritarle al oído. Me acerco y le preguntó por su nieto.
—Ese es un loco— me responde riéndose mientras mueve la cabeza.
De frente, en medio de las paredes despintadas y descascaradas por el olvido, lo único que hay son dos cuadros que dan la bienvenida; dos fotos de Fredy en el Envigado F.C, el primer equipo con el que firmó un contrato. En la capital de la montaña Fredy Alejandro creció como futbolista y encontró a la cucuteña Andreina Fiallo quien le dio la oportunidad de ser padre a los 19 años. Daniel Alejandro y Danna Fernanda son sus dos herederos.
—El niño es morenito y su hermanita es blanca— anota Doña Mercedes.
Para esta anciana su nieto es un gran cantante de vallenatos que en la escuela siempre se ganaba todos los premios.
—Él todo lo hace bien por eso ahora anda en Italia —dice con la mirada perdida.
En cincuenta metros cuadrados hay tres habitaciones, una sala, una cocina y un lavadero. En uno de los cuartos está Don Absalón en calzoncillos porque desde que lo trajeron del hospital no se ha podido parar de la cama. Solo se ve un colchón, un ventilador de techo y una mesa de madera que guarda su tesoro más preciado: las fotos de Alejandro. Entramos a verlo y me recibe como si me conociera de toda la vida, me alarga los brazos y me recuesto para poder abrazarlo. Me pregunta por gente que no conozco.
—¿Por qué no había vuelto, mija?— hasta ahora lo estoy conociendo, pero tengo abuelos y sé que es el producto de los años.
Me señala una caja de cartón llena de cuadros y portarretratos. Se la paso. Allí están todas las ilusiones de este par de ancianos. Empieza a sacar las fotografías de cuando el futbolista apenas era un niño.
Como Merceditas apenas oye intempestivamente interrumpe el diálogo de su marido.
Las vemos una por una sin afán. Casi todas son antes de que Fredy se volviera un jugador internacional o sea antes de que pisara las canchas argentinas, aprendiera a hablar francés y se acostumbrara al invierno europeo. El Boca Juniors y el Saint-Etienne lo catapultaron al extranjero. En 2008 firmó contrato con el FC Porto de Portugal y se hizo famoso por patear la pelota como un gatillo de escopeta, característica que lo convirtió tema de los periódicos. La vida es una tómbola y aquel niño que en temporada de lluvias vivía con los pies mojados por las constantes inundaciones de Puerto Boyacá, ahora tiene de sobra para mejorarle la casa no solo a sus abuelos sino al barrio entero. La suerte se fue con él, mientras en su terruño pasaban penas por la temporada de invierno de 2011, la prensa británica elegía un gol suyo como el mejor de Europa en la y los equipos se lo disputaban por transacciones de más de 20 millones de dólares, casi cuarenta mil millones de pesos.
De vuelta a la sala, en medio de las paredes a las que se les asoman las grietas del tiempo el único accesorio es un televisor pequeño que proyecta una imagen lluviosa en blanco y negro. Me pregunto si tendrán señal durante el próximo partido de la Selección Colombia, donde Freddy es titular indiscutible. A Doña Mercedes se le pierde la mirada en el vacío porque recuerda con orgullo a su nieto, el joven de 26 años que juega en Europa. El mismo que en entrevistas siempre menciona a sus abuelos, el pueblo y a los vecinos del barrio, aunque ellos ahora solo vivan de sus recuerdos.
Ya casi van a ser las once y no me quiero ir de esa casa en la que Fredy Guarín es el motivo de alegría. Un hombre que admiran porque está dejando el nombre de Puerto Boyacá en alto, un ejemplo a seguir para los niños de este pueblo maltratado, pero quien ahora solo es una sombra que parece haberse ido para siempre.