La primera vez que se paró en un escenario tenía tantos nervios que se quedó parado frente al público, en silencio, y comenzó a llorar. Fue en 1994 en una de las canchas de la Universidad Pedagógica. Tenía 16 años y había hecho teatro callejero y cuentería. Practicaba frente al espejo horas que se transformaban en días, tratando de dominar el cuerpo, la voz, el miedo a mirarse entero. Le gustaban los comediantes ácidos como George Carlin y Bill Hicks, implacables con ellos mismos y con el mundo.
Ricardo había fracasado lo suficiente para entender el oscuro humor judío. En lo único que triunfó fue en el 2006 cuando salió en el programa Los comediantes de la noche de RCN a contar sus desgracias. Su humor, punzante como una puñalada, se destacó por encima de otros doscientos aspirantes. No contaba los clásicos chistes que hicieron famosos a Jeringa o a Hugo Patiño. No, lo de él era escribir todo su material, una especie de pequeño Proust que recobraba el tiempo perdido de cuando era el único niño en un salón repleto de niñas del colegio Sajonia de Bogotá, cuando vivió con su madre hasta la avanzada edad de 25 años siendo el perfecto prospecto del Bombril, cuando estudiaba Comunicación Social pero vivía frustrado porque no quería trabajar ni en la prensa, ni en la radio, ni en los telediarios sino escribir sobre el mismo y que le pagaran por eso. Y diez años después, a punta de trabajo, no sólo lo consiguió sino se transformó en el humorista más reconocido de Colombia.
Tímido, inseguro y parco, Ricardo Quevedo escribe su material a partir de sus peores defectos. Hubo un tiempo en el que quería ser popular a toda costa. Por eso se metía a las discos de moda a bailar El meneíto del General, los merengues de Wilfrido Vargas, sólo para saber que podía pertenecer a un grupo. Ahí, contando chistes al oído de una pareja de baile a la que no le importara mucho su falta de ritmo y sabor, levantó a sus primeras novias. Era inseguro pero también atrevido. Una vez invitó a comer a una muchacha que le gustaba mucho. Cuando le llegó la cuenta se paró con discreción y se metió a la cocina del restaurante. La joven esperaba en su mesa mientras su cita intentaba pagarle al dueño contándole historias. Era tan bueno que no sólo consiguió pagar con su labia arrolladora, sino que también le dieron su primer empleo como comediante.
Hijo de un papá médico y una mamá abogada, lo tuvo difícil en la casa cuando se decidió por contar historias en las universidades y en las calles bogotanas, inscribirse en el programa de RCN que en el 2006 era el más popular de la televisión colombiana y luego abandonar para siempre la carrera que estudió para hacer reír. Las anécdotas de esa época, por supuesto, las convirtió en historias que deleitan a un público que crece todos los días, sobre todo después de que protagonizó éxitos de taquilla como Se armó la gorda y las dos películas de Usted no sabe quién soy yo.
Pero la fama y el dinero no lo desvelan, al contrario a veces le fastidian como cuando algún impertinente lo aborda en un restaurante y le pide, mientras almuerza, que le cuente un chiste, o cuando las chicas le hacen fila para tomarse una selfie con él. Y eso que él se autodenomina un adicto del coqueteo. No, en el fondo sigue siendo el mismo muchacho tímido y parco que lo único que desea es alejarse frente a una laguna a escribir los monólogos que ahora le vende a decenas de comediantes que han decidido enterrar para siempre el chiste soso y barato y adentrarse en el difícil arte de hacer humor contando lo patético, monótono y aburridor que pueden ser nuestras vidas.