El casco de color verde lo hace diferente a los demás trabajadores que hay en el lugar, aunque no mucho, pues el de color blanco es el que realmente lo haría diferente pero Juan Fernín Murillo no tiene el título para poder usarlo (en las obras de construcción se manejan códigos como en cualquier oficio y quien usa casco de color amarillo es un ayudante u obrero, el de color verde es oficial de obra y el casco de color blanco representa a los ingenieros o las personas con más alto nivel en la obra). Al darme su mano derecha noto que es un poco diferente a la mía, la de él es mucho más gruesa. El polvo del cemento, la arena, la tierra, la pala y la pica las han convertido en manos de constructor, unas manos que ofrecen caricias rudas.
Llegó al Quindío después de pasar por el Valle del Cauca y por el Cauca, pero su origen es de esa ciudad rodeada por barcos y grúas, y visitada por tracto mulas de casi todo el país: Buenaventura (Valle del Cauca). Juan Fernín no mide más de 1.70 m. Su piel es de color negro, igual que su cabello y sus ojos, aunque su cabello ya empieza a combinarse con el blanco de las canas. Al moverse se ve un poco cansado, ya son sesenta años de vida, y casi cuarenta en la construcción, un trabajo que él denomina como agotador.
Al preguntarle por su familia debo callar e intento cambiar el tema de conversación, dice: “Mi mamá me tuvo y me dejó por ahí botado”. La conoció cuando tenía 15 años. Nunca tuvo un padre que le enseñara a pescar en el mar de Buenaventura o que lo regañara cuando tal vez era necesario. Después de encontrar a su madre y pasar un tiempo con ella quiso vivir a su lado, pero el marido que ella tenía quería mandarlo como si fuera su hijo. Juan cuenta que un día la pareja de su mamá le quería pegar a esa mujer que, aunque lo abandonó, fue quien le dio la vida, y él le dijo: “Desde que yo esté aquí no me le monta la mano a mi mamá, no me la toque ¡hágame el favor!”, luego de ese incidente le dijo a su mamá: “Si usted quiere que yo esté al lado suyo, yo soy capaz de trabajar y mantenerla, pero deja a ese señor o mira qué hace, o si no, yo me voy del lado suyo”. Y le hizo la advertencia de que si se iba, se iba para siempre. Su madre prefirió al marido, ese que le pegaba y ese que, como dice Juan, “también quería montarle la mano a él”. Ahora Juan estaba sin padre y sin madre; y sus futuros hijos no tendrían abuelos.
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Me cuenta: “Soy oficial, no soy obrero, pero tampoco maestro”. Ha pasado su vida trabajando en la construcción, pavimentando vías, arreglando alcantarillados y -a la vez- construyendo la vida de sus hijos. Sus principales compañeros han sido el metro y las cocas donde su mujer le empaca el almuerzo y la limonada para todo un día de trabajo, y claro, ese casco verde que algún tiempo llevó el color amarillo. Días bajo el sol y el agua, días con el sonido del mezclador de cemento y el fuerte ruido del martillo percutor, días donde la única recompensa es saber que tiene el sustento para su familia.
Nunca fue a un colegio, nunca una profesora le entregó una lista para comprar los útiles escolares ni le enseñó a leer, sumar o multiplicar alegrías mientras jugaba en el descanso. A temprana edad cambió el balón por los ladrillos y los muñecos por el cemento. Me dice que era pobre, que no tenía la oportunidad de estudiar. “Y es que cuando uno llega a este mundo, la mamá lo abandona y es uno quien se las tiene que arreglar para sobrevivir en una selva de cemento no es fácil poder estudiar.” Claro, no es fácil llegar a un colegio con hambre, no es fácil tener que conseguir el dinero para la renta, lo único fácil es decidir que uno tiene que sobrevivir.
Mientras veo esos zapatos viejos, llenos de tierra y con marcas de haber pasado muchas veces por el cemento y a medio amarrar, me confiesa que le hubiera gustado ser un ingeniero civil – lo hace con un brillo en sus ojos que me hace pensar que si sus condiciones de vida hubieran sido otras ya lo hubiera logrado- con palabras entre cortadas me dice: “Donde yo hubiera tenido estudio, lo que yo anhelaría haber sido es un ingeniero, ¿Sabe por qué? Porque esa gente tira fuerza, pero la tira es con la cabeza, así hubiera querido ser yo”
Su trabajo inicia a eso de las 6:00 am, o por lo menos así lo exige éste contrato, como casi todos los otros. Pero debe levantarse a las 05:10 de la mañana, pues debe bañarse, alimentarse con un buen desayuno y tomar el bus para empezar su jornada de trabajo. A las 12:00 del mediodía puede abrir esas cocas que están llenas de alimentos que le dan fuerzas para romper las calles. Y sigue trabajando hasta eso de las 05:00 ó 06:00 de la tarde, eso depende de qué tanto les rinda el día. Sí, once o doce horas de trabajo. ¿Acaso ellos no tienen derecho a reclamar horas extras? Ellos no exigen las dos horas de almuerzo. Juan Fernín me confiesa que no es que disfrute mucho lo que hace pero, ¿Qué más hace si es lo único que aprendió en la vida y lo que le da para sobrevivir?
“A veces está metido uno allá abajo cuando bajan las suciedades de las casa y allá en donde terminan las tuberías es cuando uno siente el chorro de agua que cae, mierda, miados y cualquier cosa, ¡Ay papá! Eso es lo más bravo y tenaz que puede haber en la construcción” Esa es la respuesta que recibo al preguntarle por sus trabajos en los alcantarillados. Sí, un hombre que vive entre la mierda y la dignidad humana. Un hombre que aunque no tuvo estudio ni una madre que le diera cereal en las mañanas, conserva la decencia humana. Un hombre que ha tenido días donde la mierda le ha manchado ese casco de color verde, casco que ha sido manchado también por la arena, pero nunca por sangre o las lágrimas que suscitan robarse un alma. Un hombre honesto, trabajador y cuyo plato preferido es el pescado, no importa su preparación.
Antes de irme para que él pueda seguir haciendo su trabajo me dice: “Este país lo veo muy mal, aquí no hay garantías para uno de pobre” -y continúa-“Antes que acabar con la guerrilla más fácil nos podemos acabar nosotros los hombres”. Y parece que en un desahogo por las injusticias de un país donde el sueldo se sube lo mínimo que se puede, me reclama con voz de indignación por qué la canasta familiar sube y sube como los que van a Monserrate.
Juan Fernín Murillo desciende casi cuatro metros para seguir excavando y así poder finalizar su trabajo, llevando sus sueños a cuestas con él y sus ojos tristes que no estoy seguro de volver a ver.
@johnnycspm