Llevo días tratando de escribir esta columna para hablar de las empleadas domésticas, seres indispensables en nuestra cultura y de quienes, dice la sabiduría popular, depende la felicidad del matrimonio y son más importantes que el mismo esposo.
El impulso me lo dio una muy sentida columna de Héctor Abad en El Espectador, en la que hablaba de ellas desde su aparición con la esclavitud, hasta las de hoy que están comenzando a conformar la Unión de Trabajadoras del Servicio Doméstico. Desde esa perspectiva histórica y justa estoy totalmente de acuerdo con él. Lo que pasa es que así como han ido logrando ganarse el espacio laboral con los derechos que merecen, también hay una realidad que nos ha venido enfrentando a través suyo al reflejo inequívoco de la realidad social que vive nuestro país y a la condición que como seres humanos tenemos. Pasamos de las abnegadas Tatá de Héctor y la dulce Carmelita de mi abuela, a las de hoy: Libres (ok), liberadas (ajá) y hasta libertinas (¡Uy!). Sería injusto generalizar, claro. Por eso me dediqué a recordar a las empleadas de mi casa, maravillosas en su mayoría; les pregunté a mis amigos sobre las suyas, y recogí muchas historias.
Nací en Bogotá pero viví en muchas partes del país. Con esto les quiero decir que tengo recuerdos de empleadas de muchas regiones y que mis dos hermanos y yo fuimos educados por unos papás que nos enseñaron a no discriminar y a tratar a todo el mundo con respeto. De la primera que me acuerdo es de Anita. Ella era de San Juan de Rioseco, Cundimanarca, pero llegó a Armero (el pueblo del Tolima que arrasó el volcán Nevado del Ruiz) con Mauricio, su bebé de dos meses, buscando quién le diera trabajo para alimentarlo. Se encontró con mi mamá y sin recomendación alguna la recibió. A Anita, de ojos azules, alta y muy bonita “más de un vecino la saludaba con esmero”. El niño, de la misma edad que mi hermano, creció con nosotros sus primeros años, iba siempre al comedor con nosotros, y les dijo siempre a mi papá, papá; a mi mamá, mamá, y a su mamá Anita, como lo hacíamos mis hermanos y yo. Ella nos acompañó hasta Tibasosa y Duitama en Boyacá, y se volvió para su pueblo cuando nos fuimos a Bucaramanga. En la tierra de las hormigas, nos inauguramos con Chavela, una gordita muy simpática que sufría de ataques de risa; sí, así como suena. Ser reía tanto, que se ponía morada, se recostaba contra la nevera, se iba escurriendo y terminaba casi sin aire sentada en el piso. Entre el susto nuestro y la risa de Chavela nos adaptamos los primeros meses en Santander. Con los tacones de Nelly (una pijao tolimense que nos consentía mucho), aprendí a caminar en tacones, porque mi mamá ya no me dejaba. Decía que yo le partía los cambriones. Y qué decir de Dioselina, una nortesantandereana a quien pillé más de una vez tomándose la gaseosa de mi papá a pico de botella detrás de la puerta de la cocina; era una buena mujer. Pero no todas las historias fueron así de amables. Muuuchas fueron muy ingratas; otras tenían historias muy tristes. Por ejemplo, una a cuyas cinco hijas su esposo había violado cada que se emborrachaba desde cuando cumplían 13 años; otra, muy joven, que lloraba cada enero cuando se cumplía un año más de haber dado en adopción al hijo que tuvo producto del abuso de su papá por años, quien la obligó a desprenderse del niño para entregárselo a una pareja de alemanes y así acallar la vergüenza. ¿Qué duro, no?
Empleadas las hay de todas, como familias también. Hoy los inicios de la sexualidad de los muchachos están más orientados a que sucedan con sus mismas novias, pero en los setenta y ochenta muchos de ellos comenzaron con las empleadas. Un amigo contó que un día llegó de la universidad y la mamá le presentó a la nueva trabajadora; él dijo que era tan bonita, que por la cara que hizo cuando la vio la mamá la despidió al siguiente día. La madre de otro amigo en Barrancabermeja, regresó un día más temprano y él, que estaba en plena acción con la muchacha, tuvo que meterse a un closet, en bola y casi sin ventilación por cuatro horas. Ahora, los jefes del hogar no se escapan de estas historias. En la época de Tatá y Carmelita las señoras ponían en la cabecera de la cama del cuarto del servicio un cuadro religioso que decía “El señor bajará todas las noches”; en ese entonces se trataba de Nuestro Señor Jesucristo; con los años, como el chiste, han venido reemplazándolo el señor Ricardo, el señor Ernesto y todos los señores socarrones que en menos de un descuido han terminado hasta ampliando la familia por los lados de la cocina.
Durante mi vida matrimonial he pasado por todas. He tenido unas muy buenas empleadas —de vez en cuando me llaman—, pero no superan en número los cinco dedos de mi mano. Recién me casé, la primera que entrevisté (de Buenaventura), recorrió mi apartamento de solo 65 mts2 en cinco minutos, me aclaró que no cocinaba, no lavaba, ni planchaba, que pedía el mínimo y que si tenía algo que me sobrara para el apartamento que compartía con sus amigas para la rumba del fin de semana, me lo agradecía, ¿ah? En otra oportunidad, mi papá me vio tan desesperada que me envió en bus a la hija de su empleada en Bucaramanga. Era una jovencita de Aguachica, Cesar, tenía unos 21 años y solo quería estar en pantaloncitos calientes, blusa escotada, chancletas y para completar tenía las nalgas que todas soñamos. ¡Imagínense! Además, se paraba en la ventana a hacerles pst, pst, a todos los hombres que pasaban frente al edificio. Al día siguiente la embarqué en un bus de regreso a su pueblo. Esta anécdota me recuerda a una empleada que tuvo mi mamá de ese mismo pueblo y que no hacía sino hablarle de todas sus experiencias sexuales con pelos y señales; en realidad más pelos que señales. Figúrense cuánto se demoró esa empleada en mi casa. Tengo amigos que si a la semana se comen dos latas de atún, compran una de más porque es la que siempre se desaparece y de la que nadie da razón, pero prefieren eso a quedarse sin empleada… No sé. A mi se me ha perdido muuucho más que una lata de atún pese a que siempre les advierto cuando llegan que si necesitan algo me lo pidan, pero parece imposible. Tuve una desplazada de la violencia del sur de Bolívar, que se aperó de lo que quiso; con decirles que le cogí miedo y la tuve que sacar con policía. Y qué tal María, una señora de más de 50 años en quien confiaba ciegamente por su edad, porque ya era abuela, era muy dedicada y había sido testigo de muchos robos. Me acompañó por cuatro años hasta cuando una vez, en la portería, la cogieron saliendo con azúcar, mantequilla, huevos y unos tenis de mi hijo mayor.
Muy seguramente muchos de ustedes sintieron familiares algunas de estas historias o se acordaron de las propias y de las que habían olvidado. Lo cierto es que toda realidad tiene dos caras, y yo quería mostrar la que nos toca a las señoras de hoy por cuenta de la esclavitud que nos da el derecho que nos hemos ganado de salir a trabajar.