Cada mañana, salvo los domingos antes de las ocho, unas veinte personas se reúnen en el parque Suri Salcedo del norte de Barranquilla. Son pobres, según las estimaciones oficiales, pero en la realidad monda y lironda son indigentes que duermen recostados a los muros del viejo estadio Romelio Martínez o bajo los pies de la enorme estatua hiperrealista de Joe Arroyo, en el parque de los Músicos. Aunque viven de la caridad, hay aun quien vive de ellos. Son el más bajo peldaño de la escalera, la base sórdida de la pirámide humana que remata en un meme triangular con un ojo que, se supone, desde esa altura lo ve todo; el ojo de un ser que, presuntamente omnipotente, sin embargo se resiste a bajar y mezclarse con la desagradable gentuza de esta escena poco menos que macabra. Como Joe, se mantiene sobre un eminente pedestal, imperturbable por encima de los miserables, tocando las maraquitas.
Pero si ellos son la carroña irredenta de la ciudad, hay un carroñero que come de ellos. A eso vienen cada mañana, a vender su desamparo y, ese domingo de octubre, su voz, su voto, lo único que podría servirles de herramienta para salir de la indigna postración social y económica. Ellos son los corderos que el verdugo-pastor usa como rebaño para atraer a los aportantes a su personal causa económica.
Y amé a Jacob y a Esaú aborrecí**. El ser del solo ojo los aborrece y premia al pastor, al que le arrebata sus derechos aprovechándose de la miseria de este rebaño; ello a cambio de un panecillo, cinco centímetros de salchichón y un vaso de té. Los aportantes, los que dan en el culto cristiano el jugoso diezmo, cuando suben o bajan por la 47 camino de la oficina, la universidad, o la empresa, se sienten inflarse de beatitud porque la salvación está asegurada y bendicen al verdugo que lucra así de estas ovejas. La culpa de la desigualdad económico-social vuela con alitas de ángel judeocristiano y sus pecho respiran sin pecado en la consciencia gracias al diezmo que dan. Se sienten buenos, puros, elegidos, mientras los condenados están en su sitio, recibiendo la miserable limosna, la humillación y el desprecio del ser de un solo ojo enmarcado en el triángulo, que les escupe un vasito de té cada mañana.
Dije que el domingo es el único día de la semana en que esta escena no injuria el parquecito recientemente restaurado por el supuesto mejor alcalde de este país, según consenso de un grupo de gamonales encuestados en ésta y otras ciudades: “arquetipo perfecto de gamonal, naturalmente”, le sopla a uno en la consciencia algún “duende maleante***.” Pero hubo un domingo en que, con alguna variante, se escenificó este mismo deprimente sketch: fue el 2 de octubre de 2016, día del Plebiscito. Ese día se les dio un plato de lentejas guisadas y un pan del doble del tamaño habitual servidos en una escudilla de icopor. Les prometieron que, luego de que votasen NO en el Plebiscito, les darían pastel de cerdo. Ese domingo las ovejas se sintieron privilegiadas porque subieron a un bus sin pagar pasaje y, en lugar del ujier de la iglesia cristiana y los dos del balde con el té y los panecillos, vieron al pastor del redil en persona esperándolos en el vehículo contratado para llevarlos a los lugares donde, los que tienen cédula, pueden votar. Los corderos tenían esa mañana ojos de animal bueno degollado. En un momento, macabra visión, se me aparecieron como grotescos cabrones en dos patas, sus propias cabezas degolladas en las manos, chorreando sangre, avanzando ceremoniales en una caravanita espeluznante a llevársela al verdugo de la iglesia cristiana a la entrada del bus.
Jacob, Israel, se sigue quedando con el fruto jugoso a cambio de unas lentejas para el hambre de su hermano Easú.