Los 62 años de mi hermano Andrés

Los 62 años de mi hermano Andrés

Rosario, la hermana querida del escritor caleño, lo recuerda el día de su cumpleaños. ¿Qué pensaría él de haberse vuelto tan famoso?

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diciembre 31, 2013
Los 62 años de mi hermano Andrés

Para celebrar el nacimiento de mi hermano Andrés Caicedo en este día, 29 de Septiembre, incluyo el primer texto que escribí sobre él en el año de 1985, sí, en el siglo pasado.

Recuerdo con claridad la carta de mi padre llegando a mi casa --claro, en el siglo pasado se escribían cartas y uno las esperaba con ansiedad, mirando al cartero abriendo el buzón--. En mi caso, yo viviendo en los Estados Unidos desde 1972, las cartas familiares se demoraban de 10 días a dos semanas. Las cartas de Andrés habían dejado de llegar desde 1977, el año cuando decidió "irse", usando la palabra de mi mamá para describir su ausencia causada "de su propia mano."  Oh, las mentiras veladas de  los eufemismos, mentiras que nos permiten seguir viviendo...

Así que en el año 1985, ocho años después de su muerte, mi padre me escribió una larga misiva dejándome saber que el diario El Pueblo estaba interesado en escribir "algo" sobre Andrés y que él me pedía el favor que yo mandara "algo." Cuando leí esto, recuerdo que pensé en lo irónico de la situación: El Pueblo,  “El Pipol” como lo llamaba Andrés, era el periódico que con gran reluctancia en muchas ocasiones le publicaba sus larguísimas criticas de cine y se las "asesinaba" (su descripción) con cortes y variaciones que lo llevaban a periodos de angustia exacerbada. “Rosarito, eso no fue lo que yo escribí, eso es un insulto,” etcétera, etcétera. “El Pipol” pidiendo artículos sobre su finado crítico de cine, las cosas cambian tanto una vez que uno se muere, pensé yo pero decidí sentarme inmediatamente a mi vieja máquina de escribir, eléctrica, eso sí, pero anciana, y empecé a teclear despaciosamente: con un solo dedo, como siempre he escrito, como continuo haciéndolo: ahora mismo en este computador, extrañando de verdad la sinfonía peculiar de mi vieja máquina.

Mi primer artículo. Después de este han seguido muchos, pero este, el más "joven", tiene para mí una gran importancia y es por eso lo quiero compartir. En estas palabras escritas sobre mi hermano y releídas de nuevo, siento que quise dar una visión de ese ser único y profundamente complejo que vivió hasta que quiso. El Andrés que no se detenía ante nada para poder decir su verdad, el Andrés que odiaba la censura, la cual experimentó desde temprana edad y aún después de muerto,  y las " tradiciones" que no podía o no quería entender. El Andrés que luchó por ser libre, el Andrés amante de los libros, del arte de la escritura y sobre todas las cosas el adorador del cine, del BUEN CINE con mayúscula, de sus directores favoritos que proyectaron imágenes tan bellas y misteriosas que por verlas y conocerlas mi hermano lucho por vivir hasta los 25 años.

62 años después de su nacimiento, con sus libros traducidos a varios idiomas, con una fama creciente, el Andrés de mis recuerdos y mi presente vive al pie de su máquina de escribir, mirando el reloj para poder llegar bien temprano a una película escogida cuidadosamente, soñando por esos momentos llenos de oscuridad y de luz: su propio cielo.

 

**A mi hermano le gustaba ir al cine**

Rosario, escúchame a la distancia, en tu verano lejano y ardiente, escúchame. ¿Qué haces? ¿Qué estudias? ¿Contacto hecho, verdad? Entonces hablo. Tengo una carta. Un sobre cerrado para ti que jamás enviaré. Tres páginas terribles que escribí pensando en ti porque sólo tú me podías escuchar, porque por haberte fallado a ti sufría, porque mi vergüenza era imaginar que me vieras, que me avergonzaras con tu lástima y con tu decepción, y así todos somos Julios, y sufrimos y sufrimos y todos quieren que sigamos. (Andrés Caicedo,  Destinos Fatales)

Cuando Andrés se mató yo no estaba en Cali. Hace ya más de trece años que vivo bastante lejos de la ciudad rodeada de montañas donde él y yo nacimos. La ciudad donde los dos nos hicimos grandes entre paseos al río y matinés de domingos. El 4 de marzo de 1977, el día que él escogió para morirse, ha quedado vívidamente fijo en mi memoria como una de esas fotografías de familia que uno nunca puede olvidar, imágenes del pasado a las que siempre se regresa para descubrir en cada ocasión algo nuevo, algo que le dé significado a tantas preguntas sin respuesta.

De ese día me acuerdo claramente de todos los pequeños detalles que llenaron la rutina de las horas antes de que el teléfono sonara en la noche con la noticia de su muerte. Me recuerdo del clima extrañamente cálido en esa mañana de invierno y del viento frío que comenzó a envolver a la ciudad. En el atardecer cuando el sol se oculto. Ya de noche, lista finalmente para descansar, le di de comer a mi hija mayor ( en esa epoca todavia un bebe) y empece a preparar una comida mas elaborada para una buena amiga a la que habia invitado. Todavia me acuerdo claramente del fuego de la chimenea, de las imagines fascinantes de las llamas que mi hijita, sin éxito, trataba de capturar. Recuerdo haberme sentido contenta y satisfecha durante esa sobremesa, el sello final de un día que, como cosa rara, todo parecía haber marchado bien. Solamente la mañana anterior el correo me había traído lo que vendría a ser la última carta de Andrés para mi. Paradójicamente en esas sus últimas páginas, cada palabra denotaba optimismo y esperanza. Me mencionaba su novela que muy pronto iba a salir. "Es cuestión de días, Rosarito. Increíble, ¿no te parece? El final de una larga lucha que finalmente he ganado". Me prometía mandarme inmediatamente una copia. Y por supuesto, en la carta me hablaba también de cine, hojas tras hojas comentándome a Barry Lyndon de Stanley Kubrick. Barro Lindo, la llamaba. Al leer su carta, aprovechando la tranquilidad de una casa silenciosa mientras mi hija dormía la siesta de la tarde, yo saboreaba una tras otra sus palabras, la increíble habilidad de la mente de mi hermano para crear ritmo y música con su escritura. El cine y el vasto conocimiento que acumuló acerca de él le ocasionaron grandes placeres en la vida. En nuestros tiempos juntos él y yo podíamos hablar horas y horas sobre películas y libros. En medio de esos dos temas, como si fuera un corto cinematográfico, él me contaba detalles de su vida, la angustia que nunca lo dejaba tranquilo, los muchos temores que lo paralizaban. Yo recuerdo escucharlo silenciosa sin saber qué decir o responder. Recuerdo cómo llorando muchas veces me acercaba a él y abrazándolo estrechamente le repetía una y otra vez todo lo que lo quería. Esos abrazos eran mi simple respuesta y él parecía sentirse mejor después de nuestras largas charlas.

Cuando la llamada llegó esa noche de marzo, el dolor que sentí fue tal que dejó mi cuerpo casi inmóvil y por un instante me pareció como si hubiera sido yo la que hubiera dejado de respirar. Me acuerdo de las palabras entrecortadas y el llanto distante de mis padres: de las voces de mis hermanas, de mi silencio incrédulo, del dolor compartido a larga distancia. Después de colgar me quedé parada cerca al teléfono, mi cuerpo y mis manos abrazando una pared. Al día siguiente el sol salió de nuevo y yo, sorprendiéndome a mí misma, tuve fuerzas para sonreírle a mi hija, demasiado pequeña todavía para pretender el entendimiento de la muerte. Esa noche, sin embargo, dejé a mi esposo cuidando a nuestro bebé y me fui sola a cine. Sabía que sería la mejor forma de decirle adiós a Andrés. No pudiendo ir a su funeral decidí crear mis propios medios para estar cerca de él. Y me fui entonces al pequeño teatrito que fue su preferido en una de sus visitas. La película que me vi era un western de los clásicos, una de esas aventuras épicas que a él le encantaban.

Los amigos del Cineclub al estilo años 60, Ramiro Arbeláez y Luis Ospina con Andrés Caicedo. Foto: delcastilloencantado.blogspot.com - Los 62 años de mi hermano Andrés

Los amigos del Cineclub al estilo años 60, Ramiro Arbeláez y Luis Ospina con Andrés Caicedo. Foto: delcastilloencantado.blogspot.com

Ocho años han pasado desde la muerte de mi hermano y este 29 de septiembre, si él hubiera estado vivo, habría cumplido 34 años. Durante este largo tiempo he visitado Cali muchísimas veces y para mí la ciudad y su ente, como es de esperarse, han cambiado. Pero yo, habiendo estado tan lejos y no siendo participe de su cambio, me siento profundamente insegura y aislada en la ciudad que me dio la seguridad suficiente para poder salir de ella. Mi familia ya no vive en el mismo vecindario de mi niñez y adolescencia y la nueva casa de mis padres no tiene para mí los recuerdos de las otras, más pequeñas, pero en mi mente más mías. Cuando voy de visita yo me paso los días disfrutando de un sol que rara vez se ve en la ciudad donde vivo ahora. En la casa nueva no tengo recuerdos de Andrés y a la pieza que fue su cuarto rehúso invariablemente entrar.

Ahora recorro Cali sin él. Ya no puedo verlo en la Nacional del centro, esperándome siempre cerca de la puerta, hojeando afanosamente un libro. Su Cine Club ya no se reúne a las doce del día los sábados en el San Fernando. Andrés ya no está a la entrada repartiendo las consabidas hojas de mimeógrafo, pisando fuerte, buscándome entre la gente con su mirada miope. La última vez que yo lo vi con vida fue también en un sábado de Cine Club. Los dos nos abrazamos en la casa de mis papás, éllisto para salir al cine sin poder ir al aeropuerto a despedirme. "Vuelve muy pronto", me dijo, tratando de sonreír con su pelo recién cortado.

Cuando Andrés se murió él no era famoso. Al menos, no en la misma forma en la que lo es ahora, ocho años después, cuando parece como si su popularidad creciera cada vez más. Cada visita para mí es una sorpresa en ese sentido: Hay interés por su obra en todos "los segmentos de la población" como diría un estudiante novato de Ciencias Sociales. Sus escritos se han convertido en tópicos aceptables de conversación, un tema que puede ser discutido en esos coctelitos y fiestas de fin de semana, tan característicos de la ciudad que tanto tuvo que ver con su muerte. CALICALABOZO, la llamó él, y en ella, cuando estaba vivo, Andrés fue considerado siempre "el raro del paseo". Niño raro, adolescente raro, escritor raro, "el hijo raro de Carlos Alberto y Nellie". Y ahora me encuentro con que mi hermano raro se ha convertido en persona respetable. Señores de saco y corbata discuten su obra y para esta hermana, todavía teniendo en mente las muchísimas veces en las que Andrés fue catalogado persona non grata, este cambio de valores ha sido bastante sorprendente. ¿Qué hubiera dicho Andrés ante esta fama que él nunca conoció? Porque como bien lo saben todos lo que lo conocieron de cerca, Andrés tema sus peculiares gustos y disgustos, pero había dos cosas que detestaba profundamente: La respetabilidad (razón por la cual hizo de su vida un testimonio de antivalores) y los héroes míticos. Fueron muchas las veces en las que lo oí monologar en contra de mitos y supuestos heroísmos. Sin embargo, en vida luchó desesperadamente porque sus escritos se conocieran, y ahora cada vez que voy de visita, me encuentro con escritos sobre él acumulados en casa de mis padres, hojas de periódico amarillentas que de vez en cuando yo recibo en el correo, leyéndolas a la carrera al final del día. Frases y palabras elogiosas que agudizan el dolor de su pérdida, títulos con su nombre que nunca lo reemplazarán. El de la fama póstuma es un fenómeno bastante común, todos lo sabemos, pero aquí en estas páginas yo no tengo interés alguno en comentar un simple hecho histórico. Básicamente me estoy haciendo preguntas sobre la vida de mi hermano y el destino escogido por él. Presumir de objetividad sería por lo tanto más absurdo de mi parte.

Andrés Caicedo con Patricia Restrepo, su novia, y Héctor Lavoe cuando contagio del gusto por la salsa a los caleños. Foto: Archivo particular  - Los 62 años de mi hermano Andrés

Andrés Caicedo con Patricia Restrepo, su novia, y Héctor Lavoe cuando contagio del gusto por la salsa a los caleños. Foto: Archivo particular

Cada día me hago más y más consciente de cómo las consecuencias de su muerte se visualizan en mis acciones diarias. Ha habido algunos artículos de periódico que yo les he mostrado a mis hijos, especialmente aquellos en que ellos han reconocido al tío a través de las mismas fotografías que llenan las paredes de la casa de mis padres. Como es de esperarse los niños han hecho preguntas y yo honestamente se las he contestado. Les he mostrado sus libros, les he contado detalles de su vida, su amor por el cine, su suicidio. Muchas veces, de súbito, en nuestras conversaciones los dos me han cuestionado sobre su dolorosa escogencia. Por qué el tío se mató. Mi respuesta siempre es básica, precisa: Yo no lo sé, les digo una y otra vez. Y ellos, con los ojos muy abiertos, deciden quedarse callados, formando en silencio sus propias conclusiones. Imaginémonos. Si es tan profundamente difícil para un niño entender la muerte, ¿qué preguntas podrá tener ante la escogencia de ella como una acción preconcebida? Ningún suicidio puede explicarse con palabras fáciles y cuando sucede en una familia los miembros sobrevivientes continuamos nuestras vidas sin poder encontrar respuesta a tan dolorosa incógnita. Pero Andrés y su muerte son parte de mi historia y yo siento que mis hijos tienen el derecho de compartirla.

La última vez que yo visité Cali, la presencia de Andrés se visualizó en una forma más clara, comparada con otras visitas. Tuvo que ver, tal vez, con lo que he mencionado anteriormente; su fama actual, el interés de tanta gente por su obra. Mientras estaba en la ciudad hubo un encuentro de escritores que llevó su nombre: Encuentro de Narradores Andrés Caicedo: Mi hermano presente en la burocrática respetabilidad de una sala de gobierno. Mientras me alistaba para asistir con mi familia, una y otra vez pensé en lo extraño de todo este cambio, y fue mientras esperaba a que los discursos comenzaran, rodeada de quienes fueron sus amigos, que una mujer joven se acercó al grupo y me miró detalladamente una vez que fui presentada como "la hermana del escritor". De su cartera sacó una copia gastada de ¡Que viva la música! y se apresuró a mostrármela. Ella había llenado las páginas con sus propios comentarios y con fotografías de Andrés recortadas de periódicos. Yo le sonreí tímidamente a esta muchacha, fiel seguidora de un fantasma, y momentos después, queriendo huir tal vez, traté de entrar en una forma tan apresurada al auditorio que literalmente me llevé la puerta de vidrio por delante hiriéndome en la frente. A pesar de la sangre y de los consejos médicos yo decidí quedarme hasta el final para poder oír a Sandro Romero hablar sobre el mundo caicediano. Mirando mi cicatriz ahora en el espejo, meses después, yo estoy segura que Andrés hubiera catalogado todo el episodio como digno de figurar en Destinitos fatales, otro evento más de Calicalabozo, cuando el viento baja de las montañas en las horas de la tarde.

¿Qué hubiera dicho Andrés, yo me sigo preguntando, si él se hubiera visto en los libros de literatura de estudiantes de Bachillerato? Que los jóvenes lo estén leyendo, eso le hubiera gustado. Para ellos escribió. Para los jovencitos. Así lo expresó tantas veces, en numerosas ocasiones, añadiendo también con su voz tartamuda, que él también escribía porque no podía hablar.

Tantos recuerdos que tengo de él, unidos a la ciudad donde quiso expresamente morir. Donde paradójicamente se sintió más a gusto con el sol y las montañas y su música preferida. Cuando él murió la Salsa no había conquistado a toda la ciudad, a todas sus clases. Ahora, cuando veo a ejecutivos bien vestidos bailando con amas de casa al ritmo de la Salsa, no puedo hacer otra cosa que recordar el pasado, cuando salsa y burguesía unidas representaban una verdadera contradicción terminológica. Andrés se hubiera reído, de eso no hay duda. ¡La salsa en el Club Campestre! Él muy bien sabía que la vida puede presentar situaciones bastante bizarras y mi hermano, más que cualquier otra persona a quien yo haya podido conocer de cerca, creó de lo bizarro su propia rutina diaria.

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Rosario Caicedo, su hermana cercana, se ha encargado de proteger y divulgar su obra desde su muerte en 1977. Fotos: Archivo particular

Que Andrés era una persona bastante especial, yo lo supe desde muy pequeña, compartiendo mi infancia con un niño que, a los seis años, llamaba a las legumbres "los crayones de la naturaleza". Mi hermano nunca fue lo que pudiéramos catalogar de común y corriente. En todos mis recuerdos asociados con él, resalta siempre por su asombrosa peculiaridad y yo, normal testigo familiar, lo respeté desde el comienzo. Andrés, a los 8 o 9 años leyendo y entendiendo a Edgar Allan Poe. Andrés niño comentándome de su angustia ante los atardeceres. Angustia cuando yo, mayor que él, no sabía el significado de la palabra. "No te has perdido de nada", él me contestó cuando le pregunté qué era lo que me trataba de decir.

Desde que yo puedo tener recuerdos claros, el amor y admiración que sentí por Andrés han estado muy presentes en mi vida. La nuestra fue una infancia llena de fantasías compartidas, de idas al cine más de una vez por semana, de tardes dedicadas a leer todo lo que nos caía en las manos. Desde los "comics" hasta los clásicos. Infancia en la que hablábamos por horas sobre nuestros temores y pesadillas, compartiendo en la noche con ansiedad creciente el terror a la oscuridad. Con él aprendí a respetar el lenguaje y la magia incomparable de las palabras. Cuando Andrés comenzó a escribir me interesé profundamente y en las mañanas de domingo, los dos adolescentes nos sentábamos juntos, él leyendo en voz alta, yo escuchando, admirada ante su disciplinada energía creadora.

Tantos años han pasado. En Cali, de visita, cuando veo a sus amigos que hacen cine, sus amigos que viven y producen, la falta de su presencia aumenta. Sus amigos ya no son los niños terribles de los últimos años de la década del sesenta. Ya todos presentan un cierto aire de respetabilidad que es innato quizás en la edad madura, unido a las calvicies incipientes y algunos kilos de más. Mi hermano, fiel al mensaje de Peter Pan -uno de sus personajes favoritos- rehusó también crecer y trató de encontrar a su propia manera, la tierra de nunca jamás.

La tumba de Andrés Caicedo en Cali. Foto: Revista Coronica  - Los 62 años de mi hermano Andrés

La tumba de Andrés Caicedo en Cali. Foto: Revista Coronica

Pero en esos días caleños de tardes de viento, de montañas engrandecidas por el sol, es en esas tardes cuando lo quiero cerca de mí, caminando de prisa, casi a saltos.

Pero claro está, es más que nunca en ocasiones cuando voy al cine y las luces se apagan y la magia empieza a obrar y la película es buena; y yo me encuentro susurrando al principio y después hablando duro, diciendo como si lo tuviera allí aliado con los pies en algo en la silla del frente: "¡Andrés, de las películas que te has perdido!". Las personas sentadas a mi lado me miran extrañadas. Yo les doy la libertad de que saquen sus propias conclusiones. Además, sé con Certeza que no será la última vez que alguien vea a una mujer hablarle sola a la oscuridad. Palabras son las únicas armas que se nos ha permitido tener y yo con ellas me defiendo bien.

Contacto hecho, Andrés. El cine continúa y yo ahora soy una espectadora solitaria. Y es allí en la oscuridad de la sala de cine cuando inmensamente lo extraño.

Agosto-septiembre 1985

Publicado en Contrastes de El pueblo (Cali, 6 de octubre de 1985)

 

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