La marcha quedaba cuidadosamente planificada desde el atardecer del día anterior. El Mono siempre ordenaba que los mandos de las escuadras y guerrillas de cada una de las compañías realizaran una rápida exploración de varios kilómetros por la ruta que la columna seguiría a la mañana siguiente. De ese modo, todos quedaban enterados de la naturaleza del terreno que iban a atravesar desde cuando antes de asomar por completo el sol ordenaran a sus unidades el comienzo del desplazamiento.
Una o dos horas antes salía el grupo de los puenteros con una misión definida. En posición de vanguardia se encargaban de construir los puentes que fueran necesarios, para cruzar sin demoras los caños y pasos elevados que la columna hallaría a su paso. Por tal razón su caminar tenía que ser acelerado al máximo. Debían echar abajo los árboles y varas que se requirieran para tender los troncos y ubicar las barandas a la altura de la cintura, de manera que al cruzar por ellos ninguno de los combatientes del grupo grande fuera a tener dificultades y caer.
Una vez terminaran el primero, debían apresurarse para llegar hasta el segundo obstáculo y proceder de igual modo. Algunos guerrilleros, sobre todo entre las mujeres, tenían una estatura tan baja que la baranda podía resultarles muy alta, así que el encargado de los puenteros debía ubicar también los pasamanos para ellos y ellas. Cuando algún grupo, por la prisa con que debía trabajar lo olvidaba, quedaba sujeto a la ácida crítica de El Mono en su infaltable reunión de mandos de las horas de la tarde. El retardo que implicaba el trabajo de los puenteros terminaba por aniquilar la ventaja que habían tomado con su salida temprana, así que todos temían el momento inevitable en que el grueso de la columna les diera alcance.
El Mono levantaría su voz con tono marcial para pedirles que se hicieran a lado y dieran paso, y ninguno quería oír su sonoro comentario hecho al pasar acerca de la calidad del trabajo cumplido. Sabían del grado de responsabilidad que exigía a quienes asignaba una tarea y que muy pocas veces elogiaba el cumplimiento cabal de ella. Por eso cuando el breve comentario era favorable o se convertía en graciosa broma, reían complacidos y corrían animosos a ocupar su lugar en el orden de marcha de su respectiva compañía. En ella, durante el desplazamiento, cada combatiente tenía un flanco para cubrir, a la izquierda o a la derecha, derivado de la numeración de uno en dos que se cumplía en voz alta desde el momento mismo de la partida.
Así se marchaba, desde las cinco y quince o veinte minutos de la mañana, hasta la una de la tarde aproximadamente. Los guerrilleros cargaban en el equipo a sus espaldas un promedio de sesenta o más libras de peso, que incluían su dotación personal, la porción de economía que les correspondía y los remolques de parque, bombas, aparatos, herramientas y libros o documentos que les fueran confiados. Y cada uno de ellos portaba además un fusil terciado y un chaleco que contenía los cargadores del mismo, las granadas de mano, un cuchillo y un machete. Los que cargaban las ametralladoras y los morteros portaban aún mayor peso encima.
A partir del momento en que la columna alcanzaba a los puenteros, algunos de entre la compañía de vanguardia se hacían cargo de la apertura de la trocha por la que seguiría el avance. En esos tiempos, se trataba del Plan Patriota del Ejército Nacional que penetraba a la selva virgen empleando las más diversas maniobras, la columna solía estar compuesta por trece o catorce compañías, es decir alrededor de setecientos guerrilleros listos para entrar en combate al menor contacto con la tropa. El Mono siempre tenía previsto un plan de reacción, que contenía un dispositivo de encierro de la unidad enemiga que se enfrascara en un cruce de fuego prolongado con la guerrilla.
Cada compañía designaba, al partir, uno o dos guerrilleros que debían marchar en la unidad de El Mono, para recibir las instrucciones que correspondieran, transmitirlas sin demora a su comando y volver cuanto antes ante él para lo que dispusiera. Eran ellos quienes aparecían para comunicar la orden de parada de la marcha del día, la cual desataba enseguida una frenética actividad en cada una de las compañías. Antes de la salida en la madrugada, cada comando debía tener planificado el trabajo para el momento de la llegada. Qué unidades se encargarían de las exploraciones y descubiertas ordenadas por El Mono, a quienes correspondía la hechura inmediata de las letrinas, a quienes el casino, a quienes el área para tomar baño.
Lo primero era consumir el almuerzo, que se llevaba empacado en una bolsa plástica a un lado del equipo. Mientras tanto los mandos recorrían el lugar asignado y se encargaban de organizar la distribución del campamento temporal. Ubicación de las escuadras, por flancos, procurando quedar en forma de un cuadrado. Apenas entraban las exploraciones se iniciaba el trabajo. La orden de El Mono era que éste no podía prolongarse más allá de dos horas, después de ellas estaba terminantemente prohibido hacer sonar el menor ruido.
Al cumplirse el plazo el lugar resultaba irreconocible para quien lo vio en el momento de la parada. Un área para formaciones, un casino compuesto por una hornilla de barro construida a fuerza de palines, diseñada para impedir la salida espesa de humo, techada en plástico, con paseras para colocar ollas y economía, totalmente cubierta con hojas grandes de palma para no dejar salir en menor vislumbre en la oscuridad, y rodeada de una amplia zanja que impidiera su inundación en caso de lluvia. A su lado debían reposar los viajes de leña necesarios para la cocción de la cena de esa tarde y el desayuno y el almuerzo del día siguiente.
El sitio de baño consistía en una represa construida con gruesos palos en la cañada y forrada en plástico, de la que se desprendía una especie de tubería gruesa formada por troncos de palma de choapo vaciada de su contenido esponjoso, en cuya parte superior se abrían escapes de agua que brotaba con la fuerza de una llave abierta. Su piso debía estar completamente tapizado en latas de palma, para que sirviera a su vez para evitar el barro y de área de lavadero de la ropa. Tenía que contar con un espacio para que los combatientes pudiesen, con toda comodidad, colocar la ropa mojada y vestirse la seca. Los puestos de guardia debían estar listos y bien cubiertos.
Cada uno de los combatientes debía tener su caleta individual terminada, rigurosamente alineada con las demás de su escuadra, apta para guindar su hamaca, su toldillo, su carpa de casa y con algún tipo de banco que le sirviera para depositar su equipo y mantener en la noche su armamento al alcance de la mano. Hacia las cuatro de la tarde ya todo el mundo debía estar bañado, cambiado y en primer grado de alistamiento. Los mandos debían salir para la compañía donde El Mono se hallaba ubicado, preparados con toda la información que les pudiese exigir éste y para captar con claridad sus instrucciones de todo orden. No era extraño que en el momento menos esperado, El Mono hubiera aparecido por su compañía a objeto de verificar el cumplimiento exacto de las órdenes impartidas y el orden del sitio de pernoctada. Para la época, aún se podía alumbrar en la noche, y por tanto después de la cena, la relación y la lectura de los servicios, a las seis de la tarde todos los integrantes de la compañía debían estar reunidos en el aula improvisada para asistir a la hora cultural, que generalmente consistía en la lectura o estudio colectivo de algún documento importante.
Lo más impresionante era que después de semejante jornada, a la hora de salida a la marcha en la madrugada siguiente, el sitio de pernoctada debía estar desmontado por completo. Si alguno se dirigía a la cañada en busca de un poco de agua, se encontraba con que la represa y todos sus aditamentos habían desaparecido, al igual que las otras construcciones del campamento. La orden de borrar el trillo resultaba inapelable. El Mono no consentía la menor indisciplina.