Para Antonio Hernández Gamarra
Eso creen los mortales, unos más que otros: que la poesía está hecha de las irregularidades y desequilibrios de la imaginación; de ecuaciones imperfectas que no alcanzaron a ser número absoluto. De notas para melodías abstractas.
De mundos imaginarios, obra de sonámbulos y alucinados que vagan en la levedad de la quimera. De parteros de una nada que no tuvo principio divino y solo existe por obra y gracia de una génesis que es la misma y siempre: Nada.
Algo que es signo y símbolo. De palabras que no dicen. De voces que no cuentan porque son irreales. Vacío en la sólida concurrencia de su universo paralelo.
Otros, menos que muchos mortales, admiten su vaga existencia como algo que ocasionalmente cae del cielo; de las estrellas y astros que habitan cielos imaginarios.
Que se apodera, como los malos espíritus, de otros mortales en trance de inmortalidad y los eleva a la esfera de los espíritus de la soledad, la luz, las tinieblas. Y los transforma en lenguas de fuego, en astillas, en brasas. En pequeñas, suaves, invisibles ráfagas de viento en el estío.
Los más audaces y escépticos, simplemente no creen que fuera de aquello que los circunda, tosca cotidianidad, sangre apelmazada, desechos humanos ambulantes, aguas podridas, pueda existir el reino de la levedad, la ensoñación, la gracia.
El más real de los mundos que en su tránsito cotidiano experimenta, sin palparlo, el hombre.
No importa cuán imperceptible y efímero se le aparezca y convide a danzar al son de su canción.
En fin, y contra el parecer de unos y otros, la poesía está ahí. Desde el alba del primer día del mundo; desde la primera lumbre y la primera noche.
Resistiendo impasible, contando y cantando sin rencor las alegrías fugaces de un Dios irreal, insaciable de venganzas y azotes contra el hombre.
Un Dios – Sísifo, repetido hasta el absurdo en el tiempo, rodando una roca que nunca alcanzara a plantar en la cima de lo real porque él es irreal.
Acompañándolo en el suplicio de su quehacer inacabado; ayudándole a sobrellevar la ingratitud de sus autoproclamados hijos, la desazón suprema de su hastío.
Gritando a los cuatro vientos la perennidad del hombre se alza la Poesía. Por encima de la de las cucarachas y otros bichos que disputan por arrogarse ese privilegio.
Y es que nada le es indiferente a la poesía y todo lo conturba y perturba: Bosteza y pide pan por los que tienen hambre, agua por los que tienen sed, vestido por los harapientos, piedad por los impíos, fuerza por los desvalidos, luz por los ciegos, oídos por los sordos, aire para insuflarle vida al mundo.
Por los que no pueden caminar camina
y por los que no pueden hablar clama.
Por el mar ruge y por el viento silba. Brama por la tierra despojada
Por los que no pueden caminar camina y por los que no pueden hablar clama. Por el mar ruge y por el viento silba. Brama por la tierra despojada.
Aun para la muerte perfuma la azucena blanca y para la pasión es brasa.
En bocas que besan, en roces y gemidos que prolongan el otoño febril de los cuerpos, arde la poesía. Y así, fugaz o perenne, habita al hombre, lo sacude, lo vuelve humano.
Lo posee insaciable y arroja en el piélago insondable de la carne que lo santifica y multiplica.
Los cachivaches, las cosas que sobran, los arrumes de cualquier materia, las letras de cambio, los pagarés, las hipotecas, no son del todo poesía.
En cambio, y me atrevo a proclamarlo en soliloquio: cuanto hay antes y cuanto que queda después de todo lo demás; de todo cuanto nos sobra y hace falta,
¡Es Poesía!
Poeta
@CristoGarciaTap