El jueves hace dos semanas salí a bailar salsa a una de las discotecas salseras más viejas de Cali, de esas en donde te ponen salsa cubana toda la noche y vos te morís de lo rico que te suena todo. El lugar queda en un segundo piso, entonces te toca subir escaleras para llegar a donde está todo. No hay rampa ni ascensor para evitar las escaleras, pero eso no lo noté. Luego, cuando estás arriba, encontrás la pista de baile, el bar y los baños, que son estrechos y no tienen barandas para sostenerse, pero eso tampoco lo noté. Para pedir la cerveza a la que tenés derecho con tu pase de entrada, te toca subirte en una especie de banquita pequeña porque el muro es muy alto para las personas pequeñas como yo, y también para la gente que no anda sobre sus piernas y no se puede subir a banquitas, pero eso último tampoco lo noté.
Lo que sí noté, apenas llegué a mi mesa, fue al hombre que estaba sentado en la del lado: era la primera vez en mi vida entera que veía a una persona en silla de ruedas dentro de una discoteca, y bailando. También noté que estaba tomando mucho, y que me miraba constantemente. Yo traté de no mirarlo mucho porque, por un lado no quería que se sintiera incómodo con mi mirada o que pensara que lo estaba juzgando por bailar, y por el otro, porque al igual que con los otros hombres en el bar, no quería que pensara que estaba interesada en él.
Pasaba la noche junto con las canciones y sus miradas eran cada vez más constantes, hasta que tomó la decisión de invitarme a bailar. Acepté la invitación a pesar de que no estaba muy segura sobre cómo bailar salsa con alguien que estaba sentado. No quería pisarlo y arruinar todo, o lastimarlo, o hacer que se sintiera incómodo de alguna manera. Pero cuando empezamos a bailar, entendí de inmediato lo estúpidas que habían sido todas esas dudas y suposiciones, porque todas esas cosas que me preocupaban terminaron siendo no sólo ridículas sino completamente irreales. No lo pisé, no lo lastimé, y todo fue más fácil que lo que mi cabeza prejuiciosa me sugería. Él movía su silla al ritmo de la canción mientras yo movía mis piernas, y de vez en cuando alzaba su mano lo suficientemente en alto como para que yo diera vueltas, y a veces me sujetaba las manos, y otras, la cadera. Todo el baile pudo haber sido perfecto si no fuera porque sus intenciones empezaron a notarse y lo que siguió de ahí en adelante fue un montón de intentos bruscos de coquetearme, agarrarme más apretado y a la fuerza, y entonces le puse fin al baile que él arruinó con su abuso.
Cuando terminamos, me senté e intenté pensar no sólo en lo que había acabado de pasar, sino en todo lo que eso significaba. El hecho de que yo clasificara esa experiencia como algo único y el hecho de que fuera la primera vez que hubiera hecho eso en mi vida, decía mucho, no sólo de la sociedad en la que vivo, pues sería muy fácil echarle la culpa de todo a la sociedad, sino sobretodo de mi propia percepción sobre la vida y de mi forma de ver el mundo. Como feminista negra, me había pasado los últimos años de mi vida quejándome de las formas en las que para los hombres era tan fácil ignorar todos los problemas a los que se enfrentan las mujeres y ellos no, y en las que la gente blanca podía olvidarse de que tenía una raza, porque no tenían que soportar a una sociedad que todo el tiempo se aseguraba de recordarles que la suya llevaba consigo estereotipos y prejuicios que le iban a hacer la vida más difícil. Pero al mismo tiempo, había pasado muy pocos preguntándome cómo yo también hacía parte de un grupo de personas que tampoco se cuestionaba sobre las formas en las que sus capacidades les aseguraban privilegios que otros con capacidades diferentes no tenían.
Y entonces comprendí que nunca me había preocupado por no ver a gente discapacitada en las discotecas a las que iba, ni tampoco me había preguntado por esas personas discapacitadas a las que, como al hombre que me sacó a bailar y como al 99% de las personas de mi ciudad, les apasionaba la salsa y el baile pero estaban condenados a vivir en una ciudad llena de gente y de gobernantes que pensaban que la gente como ellos no puede compartir los mismos gustos y necesidades de la gente como yo, y que construían cada rincón de la ciudad basados en esa suposición estúpida e inconsciente. Me había pasado años juzgando a la gente por su incapacidad de ver los obstáculos que eran tan obvios para mí, e ignoraba que yo también pasaba por alto las experiencias de personas cuya invisibilización me beneficiaba a mí y al grupo de personas con capacidades como las mías.
Normalmente odio a los hombres que me hacen sentir incómoda con su insistencia y sus masculinidades irritantes, pero a éste le doy gracias por hacerme ver que también estoy hecha de esas cosas que odio, y por hacer más viva que nunca esa frase que dice que ‘la lucha contra el sistema que nos rodea no es más importante que la lucha contra lo que del sistema tenemos interiorizado.’
@NatiD