Es curioso ver cómo muchos académicos no tienen ningún problema para afirmar que la Policía o el Congreso son instituciones corruptas cuando sale a la luz algún caso de corrupción, pero son incapaces de tal generalización cuando las conductas delictivas tocan sus centros de enseñanza o investigación. Mientras instituciones como la Policía estarían casi definidas por el mal, las instituciones académicas serían cuna de una bondad y corrección moral casi naturales.
Lo que en principio no sería nada más que un caso de ceguera parcial e incapacidad autocrítica, se convierte, sin embargo, en una muy refinada forma de garantizar y legitimar la impunidad frente a los delitos que se cometen al interior de las academias y que, muchas veces, no son solo cometidos por funcionarios o estudiantes “solitarios”, sino que comprometen estructuras, sistemas y mecanismos propios de la institucionalidad.
No hay que ir demasiado lejos para encontrar ejemplos de tales políticas de impunidad.
En la Universidad Pontificia Bolivariana, dos funcionarios se dedicaron a vender notas a cientos de estudiantes, sin que la universidad considerase que era un problema lo suficientemente grave como para denunciarlo a la Fiscalía de manera oportuna. El cartel funcionaba en las sedes de Medellín, Bucaramanga y Montería e implicó a estudiantes de distintas facultades y asignaturas.
A pesar de que muchos estudiantes han aceptado que pagaron por cambiar sus notas, la universidad simplemente retiró en silencio a los funcionarios implicados, pero en ningún momento presentó las denuncias penales correspondientes contra todos los miembros de la comunidad académica involucrados.
El problema, como es común en estas instituciones, se manejó “internamente”, con toda la diplomacia, tacto y refinamiento necesarios para no “comprometer el buen nombre” de la institución.
Desafortunadamente —como dirán muchos—, el secreto a voces llegó a oídos de los medios de comunicación y la universidad tuvo que salir a dar explicaciones. Cuando se le preguntó a sus funcionarios por qué no habían denunciado a la Fiscalía unos hechos que, a toda luz, son punibles, se limitaron a decir que primero estaban realizando sus “propias investigaciones”, tras lo cual decidirían cuál era la ruta a seguir.
Y es que las instituciones de educación superior, parecen haber encontrado en la naturaleza autónoma que les da la Constitución, el blindaje perfecto para funcionar como su propia policía, fiscalía, procuraduría, contraloría y juez. Por eso, tenemos a burócratas universitarios actuando como investigadores y jueces de conductas de todo tipo, sin que las comunidades académicas tengan claridad de los criterios que guían tales prácticas, ni de sus límites.
Algunos dirán que esto es válido porque los reglamentos de cada institución regulan las conductas al interior de los campus, pero olvidan que ningún reglamento puede sustituir la Constitución ni el código penal.
De hecho, la Corte Constitucional en 2012, a propósito de un caso de plagio en la Universidad Autónoma, dejó muy claro que es obligación de las instituciones educativas denunciar ante las autoridades judiciales todo posible caso de conducta punible, para que sean ellas quienes determinen las consecuencias penales que de allí se deriven. Pero el “manejo interno” sigue preponderando en las facultades y rectorías, aunque se trate no solo de plagio, sino además de robo, malversación, peculado, acoso sexual, violación, etc.
Tristemente, la reputación institucional parece autorizar a encubrir cualquier delito. Hace unos meses, una horda de jovencitos dirigidos por un vocero de la Mane abrió cuentas en Twitter para insultarme por manchar el buen nombre de la Fundación Universitaria San Martín, por el simple hecho de reiterar desde Las 2 Orillas algo que es de conocimiento público: a la Fundación le fueron cancelados ocho registros por no cumplir con los requisitos de ley. A pesar de que las irregularidades administrativas fueron probadas —y aceptadas por la misma institución— hoy hay quienes creen que la reputación de la San Martín está por encima de los derechos de estudiantes y ciudadanos a saber dónde ponen su dinero y qué servicio se les presta.
Frente a estos casos, como ya ha pasado, tendremos que escuchar de nuevo el sonsonete de las “naranjas podridas”. Se nos dirá que las responsabilidades son individuales y no tienen porqué mancillar el casto nombre institucional. Se nos reiterará que la reputación de generaciones enteras no puede cargar el INRI de unos pocos. Se volverá a utilizar aquella fórmula según la cual las instituciones son las “verdaderas víctimas”… que son víctimas de entes de control politizados y sesgados que persiguen a la casta institucionalidad. O peor: víctimas de unos sujetos aislados que buscan destrozar el destino trascendente y superior que quién sabe qué dios trazó para cada institución. Víctimas de las naranjas.
El principio ético en el que parecen concordar muchas personas en Colombia es muy simple: cuando se pudren las naranjas, la culpa es de la naturaleza por hacerlas proclives a la corrupción.