El estreno de Todo comenzó por el fin, la última película de Luis Ospina, en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Toronto, en septiembre del año pasado, fue impactante. Constaté, allí sentada frente a la pantalla, rodeada de cineastas de todo el mundo, directores, críticos, cinéfilos, algo que para mí es una de las características claves del buen cine: cuando desde la primera imagen hasta la última el espectador a través de la magia de las imágenes vistas se levanta de su silla y se adentra en la pantalla, convirtiendo en su propia historia la vida de otro, de otros.
Este bello y descarnado documental que dura tres horas y media, me hizo recordar las sabias palabras de un crítico de cine norteamericano: “No hay una buena película que sea demasiado larga ni una mala película que sea lo suficientemente corta”. La sorpresa de la luz cuando yo quería más horas de cine, muchas más. El tiempo parecía volar mientras presenciaba trágicos apartes de las vidas de tres brillantes artistas: Andrés Caicedo, El Siempre joven, por su escogida muerte, Carlos Mayolo, cuyo lento suicidio le tomo décadas, y Luis Ospina, quien en este documental filma su propia muerte, literalmente. O para fortuna de los amantes del buen cine, su casi muerte. El director, en este contemplativo y valiente film, nos muestra constantemente su respeto por la imagen cinematográfica: diagnosticado con un serísimo cáncer mientras estaba en medio de la filmación de su documental, Ospina incorpora la lucha por su vida y la posibilidad de su propia muerte, incorporando su propio cuerpo como un castigado ejemplo.
Encarando a través de la pantalla la mirada de muerto del director observando directamente al espectador, no pude dejar de pensar en las palabras proféticas de François Truffaut: “Los amantes del cine son gente enferma.” Con una gran sensibilidad y coraje, Ospina nos toma de la mano mientras él es llevado a la sala de cirugía a enfrentar su final. Y la enfermedad del director centra este documental en el que Ospina termina convirtiéndose en uno de los mejores curadores de nuestra historia colectiva. Una historia que él, con cada toma de su experimentada cámara, logra universalizarla, como hace también con la Cali de los 70 y de los 80, la creatividad y autodestrucción de sus amigos y la desaparición de la ciudad que lo vio nacer y que ya no es reconocible.
Nuestra triste historia colombiana se siente, se palpa, a través de la tragedia de los personajes centrales de este complejo y honesto film en el cual decenas de personas relacionadas en una forma u otra con los personajes centrales son entrevistadas por el director, incluida yo.
A lo largo de todo el documental, el espectador es testigo de la profunda capacidad creadora de los tres personajes principales, cuya juventud y desesperación parecen explotar en la pantalla. La efectiva mirada del director usa sus archivos históricos para captar la autodestrucción veloz y productiva de Andrés Caicedo y la brillantez como director de Carlos Mayolo, el adicto consciente de su lenta y buscada destrucción. Y en medio de todo esto, las imágenes de indescriptible violencia que han plagado y continúan destruyendo a nuestro país. La violencia individual y colectiva se convierte en una historia profundamente coherente. Caras de hombres y mujeres que empezaron jóvenes y se envejecen o mueren ante nuestros ojos. La profunda y sabia belleza de la vejez tomando primer plano. Y los ojos interesados del espectador siguen al director Ospina, nuestro veterano documentalista, contándonos su propia historia.
Todo comenzó con el fin es un poema de amor al cine, al poder que tiene de rescatar para siempre las imágenes perdidas de nuestros recuerdos. Es en el cine en el que Luis Ospina deposita sus creencias y su propia memoria. Su maestría cinematográfica y su fe total en el poder de la imagen creada en la pantalla hacen que al filmar su casi muerte, la oscuridad del teatro se llene de vida. Al terminar de ver este gran film, uno sale de la sala de cine sabiendo que, como pasa con todo buena película, habrá imágenes y sonidos que se quedarán por siempre grabadas en nuestra historia, como las gotas de sangre cayendo del techo en Tess de Polanski, o la fiesta de disfraces en Rebeca de Hitchcock, o la voz de Chaplin, que el mundo oyó por vez primera, dando el famoso discurso al final de El gran dictador. Tantas, tantísimas escenas que nosotros los cinéfilos atesoramos para poder tratar de entender el mundo o simplemente para poder soportarlo. En este contemplativo documental, la triste cara del director, con su mirada miope, encarando valientemente la muerte sin esconder su temor, será uno de mis intensos recuerdos cinematográficos. Si este es el fin, es imposible no fascinarnos con el comienzo.
El premio que acaba de recibir en Viña del Mar es uno más en su largo recorrido de festivales que empezó en Toronto y prosiguió en Japón en el Yamagata International Documentary Film Festival, En el Festival Internacional de Cine de Morelia, en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, el Festival Internacional de Cine de Cartagena FICCI, el Cinéma du Réel, el It’s All True, el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente y el Transylvania International Film Festival TIFF.