En un país tan profundamente católico como el nuestro no debemos sorprendernos, aunque por ingenuos sí lo hayan hecho las manifestaciones y agrias polémicas alrededor de una cartilla del Ministerio de Educación buscando enseñar la tolerancia a orientaciones sexuales diversas en los colegios. Fue un ejemplo de texto de los agudos enfrentamientos entre lo político y lo religioso que puede haber si no se construye una sociedad respetuosa de los valores mínimos sobre los que está construida. Vimos como una política pública, de un estado que pretende ser secular, fue arrinconada por una ciudadanía enardecida por distintas jerarquías cristianas en defensa de valores religiosos fundamentalistas.
Por eso resultó tan oportuno e iluminador el conversatorio sobre democracia y religión con el sacerdote Manuel Jiménez en UNIANDINOS, la Asociación de Egresados de Uniandes, hace algunas semanas. Porque identificó una ruta, no exenta de dificultades (¿pero qué cosa importante no las tiene?), de conciliar los debates laicos y religiosos en la esfera de lo público, aprovechando lo mejor de cada uno.
En un mundo cada vez más materialista, cientificista e individualista, privar a la sociedad del profundo humanismo que encierran las religiones es necio y empobrecedor. Pero las religiones, en nuestro caso el catolicismos principalmente, aunque cada vez pesan más otras fes cristianas muy radicales, deben hacer un gran esfuerzo en varios sentidos para que dicha riqueza logre contemporizar con el espacio de lo público y puedan continuar sirviendo como la cantera espiritual que necesitan muchos.
Deben reconocer el valor de los aportes de la ciencia e incorporarlos a su quehacer espiritual. Así como a la iglesia le resultó difícil abandonar el modelo geocéntrico del universo en el renacimiento, o el del hombre a imagen y semejanza de Dios con el evolucionismo, tiene que insistir en un diálogo permanente con todo el arsenal de conclusiones que va construyendo la ciencia para poder ser contemporánea y entender la naturaleza, el hombre y la sociedad de cada época, permeados cada vez más por dichos saberes. Como corolario, se debe superar la lectura literal de la Biblia ya que no es un texto científico sino sapiencial; por fortuna sobre esto ha habido avances significativos, aunque no suficientes en la iglesia católica, pero pocos en muchas de las otras fes cristianas.
Las iglesias también deben recuperar su naturaleza primitiva: iglesias para redimir a los necesitados, centradas en el amor, el perdón y la compasión hacia los demás, sobre todo si son diferentes. Tantos siglos de ser el poder o de estar íntimamente asociado a él, las acomodaron a este ejercicio alejándola de lo que fue la misión crística. Este cambio se viene dando lentamente en el catolicismo desde el Concilio Vaticano Segundo, que abrió espacios a nuevas teologías acordes con las necesidades de las comunidades a las que pertenece cada iglesia: latinoamericana, asiática, misionera, campesina, etc., rompiendo con el poder tradicionalmente monolítico de Roma y sus vicarios. Pero aún falta mucho camino por recorrer.
Pero como sociedad secular contemporánea también tenemos la gran responsabilidad de organizarnos y convivir como nación de ciudadanos cobijados por una ética de mínimos que nos impone respetar las diferencias étnicas, culturales, raciales, ideologías, creencias, actuaciones legales, de orientación y práctica sexual y demás que consagran nuestra constitución y sus leyes. Esto es esencial para lograr la cohesión de un país cada vez más diverso, no sólo porque cada vez somos más sino por el aumento constante de intereses y actitudes de un mundo de creciente globalización y ejercicio de la diferencia y la libertad.
Ese ejercicio de la libertad sólo puede ser ejercido plenamente si se respeta la diversidad de las diferencias. Cada quien pueda adherirse libremente a la religión, ideología, práctica profesional, asociaciones, modo de vida y demás que considere le permitan alcanzar la felicidad y la vida buena y que no proscriban el ordenamiento legal, y adscribirse a sus correspondientes valores y principios. Pero nadie puede ser obligado a profesar valores o afiliaciones más allá de los mínimos que impone el orden jurídico. Es la regla del estado moderno secular, y para lograrlo hay que construir una educación que proporcione a las personas los medios para ejercer su libertad dentro de la legalidad, fortaleciendo sus capacidades individuales para el desarrollo de su personalidad, talentos y habilidades, en consuno con el respeto a la diversidad y libertad ajenas.
Sí, la experiencia y la práctica religiosa nos impregnan como colombianos, pero tenemos que dar un paso adelante para incorporar sus saberes al diálogo racional de lo público, donde prime el mejor argumento sustentable desde la ciencia y la ética mínima del respeto a las diferencias que todos tenemos, cuyo pleno desarrollo nos permitirá aprovechar ese filón de riqueza que trae consigo la diversidad.