Yo no vengo con un expediente atiborrado de antecedentes de violencia y despojo. No necesito sumarme al ejército de víctimas identificadas y que suman millones. No me basta con que me cuenten y vuelvan estadística pura y me conviertan en una indescifrable cifra y dato perdido entre la maraña de incertidumbres y certezas aplazadas.
Yo no vengo a que me pongan en lista de espera y que en las grises y tristes oficinas de atención a víctimas se conduelan de mi peregrinación burocrática por los intrincados senderos y laberintos del Estado distante y benévolo al mismo tiempo. Generoso y magnánimo con quienes han sufrido el pánico y la bofetada de la violencia escueta y rampante. Esa de dolores, sangre, llantos y amarguras.
Yo no vengo por dádivas y misericordias cristianas. Por consentimientos y abrazos hipócritas de un país ahora solidario con los que lloramos a nuestros muertos en soledad, en medio de la impotencia y de ver marchar para el otro lado al ser querido sin que nadie pudiese responder las preguntas básicas.
Yo no vengo por abrazos vacíos sin solidaridad y consuelo.
Yo no vengo por los millones que espero ganar de la pugna entre la violencia inexorable y el Estado reparador que quiere cubrir con su manto de billetes a las penas propias y colectivas que hemos rumiado incesantes entre el monte agreste y el miedo intestinal que nos delataba cuando la metralla estaba cerca.
Yo no vengo de ese país urbano e indiferente que todo lo decide y que todo lo puede desde la comodidad del sofá oscuro y cómplice.
Yo no vengo a que me nieguen la posibilidad de respirar el aire de la tranquilidad en medio de la ruralidad prestada al tiempo y a las noches silenciosas y magnánimas de un villorrio perdido en medio de los Montes de María, el Caquetá o los Llanos orientales.
Yo no vengo a que unos pocos que aparentan defender lo que no pudo ser, imponga su ignorancia bien fundamentada para querer aplazar el fin de las angustias y pesares que las luciérnagas mudas se encargaban de recordarnos.
Yo no vengo a que los señores de la guerra
en sus carrozas de propaganda y cólera por las conquistas ajenas,
pasen por encima de nuestras alfombras y caminos de esperanzas
Yo no vengo a que los señores de la guerra en sus carrozas de propaganda y cólera por las conquistas ajenas, pasen por encima de nuestras alfombras y caminos de esperanzas y pisoteen los sueños tejidos a puro pulso de humo de guacamayo y tabaco negro sembrado en la serranías de Ovejas, de Colosó, Los Palmitos, Chalán o Toluviejo.
Yo vengo para que me restituyan lo perdido. Lo que me hicieron olvidar y lo que me hicieron tragar a la fuerza por tantos años.
Yo vengo para que me restituyan la nostalgia extraviada en las noches ajenas de la ciudad ajena y distante. Esa nostalgia de mi ruralidad esquiva y lejana que me arrebataron los tiempos de la guerra que hicieron otros y que nos invitaron a la fuerza.
Yo vengo a que me devuelvan la alegría empacada en bultos de risa y en jolones de compadrazgo y amistad cocinada con yuca de Macayepo y suero de la comarca de la leche fresca.
Yo vengo a que me entreguen lo que me pertenece por derecho propio: mi tierra y mi casa donde engendré a mis hijos. El agua con la que me bañaba desnudo entre amigos risueños y asombrados con las virilidades enhiestas.
Yo vengo a que me devuelvan a las mismas burras cómplices y casquivanas con las que vivíamos en paz y sin celos matriarcales a la orilla del Catarrapa de mis Cenues sin glorias reconocidas.
Yo vengo a que me traigan de nuevo a la tortolita y a la torcaza que ahumada en bindes y acompañada con arroces me espantaban las hambres de la infancia; a los conejos felices de haberse encontrado con la trampa del astuto bípedo y que después cocinábamos entre gritos de euforia precoz y que también aparezca el moncholo enjabonado de las pozas envarbasco.
Yo vengo a que me restituyan la esperanza en los amaneceres y la tarde de venados con soles de su mismo color. Las noches oscuras de silencio y los cielos estrellados en medio del asombro por haber recuperado lo perdido por el miedo de las vísceras.
Yo vengo por una cerveza fría en medio de la conversación que recrea al mismo cuento de siempre contado todas las veces necesarias para reírse y festejarlo como si fuese la primera vez que se cuenta y escucha.
Yo vengo a buscar la tranquilidad. La paz que llaman algunos. Que el cansancio de la guerra se marche para ninguna parte de otro lado. Que pierda su camino de regreso y que nos deje absortos en medio del fuego cruzado de la risa y las miradas cómplices del niño que recupera al juguete perdido en medio de los pasadizos secretos de los baúles y armarios que el laberinto obtuso de los adultos construyó para apetito de sus mezquindades.
Coda: a Nelson Abad, el cónsul que como yo y en orillas distantes, vivimos y padecimos la guerra, sin importar ahora desde donde soñamos con otro mundo a pesar del Sí y a pesar del No.