Nairo y sus días duros en la Boyacá profunda

Nairo y sus días duros en la Boyacá profunda

De niño sufrió la enfermedad del difunto y casi muere arrollado por un taxi. Para estudiar tuvo que montarse en una bicicleta de la que nunca se bajó

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septiembre 10, 2016
Nairo y sus días duros en la Boyacá profunda

Tenía dos años y decían que se iba a morir. A Eloisa Rojas, su mamá, un hombre que acababa de maquillar a un muerto le tocó la panza cuando él, Nairo Alexander, estaba adentro de ella. Nació seco, con la piel forrada a los huesos, los ojitos negros como dos huecos, la muerte en el hombro. La diarrea lo consumió durante un año. La tolerancia con la que soporta el dolor de subir las más escarpadas montañas la aprendió en sus primeras horas de estar vivo. Nairo resistió y a los dos años, después de someterse a licuados de hierbas sanadoras y rezos incesantes, logró curarse.

Lo que no mejoraba era la economía familiar. Luis, su padre, había sido atropellado cuando tenía 8 años. Del accidente le quedó una cojera que catorce operaciones no pudieron remediar y unos dolores imposible de calmar. Aun así, con la valentía que caracteriza a los Quintana, levantó con sus manos una casa en la vereda La Concepción para que su familia viviera alli. Doña Eloisa hacía los caldos de papa más ricos de Cómbita y con su sazón ayudó a mantener los cuatro hijos que tuvo.

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De niño, Nairo no montaba en bicicleta. Lo de él era ayudar a Don Luis a cultivar la papa, a cuidar los pocos animales que tenían en la finca, a recoger las verduras que el suelo les daba. La bicicleta la vino a conocer cuando cumplió 12 años y sus papás se dieron cuenta que ya no podían darle los 800 pesos que costaba el transporte en bus hasta Arcabuco, el municipio a 12 km de distancia en donde terminaba la primaria. Aprendió con rapidez a dominar su bicicleta. Se lanzaba cada madrugada como una flecha en el empinado descenso. Le gustaba medirse, ver que podía ser más rápido que una moto. Su arrojó lo pagó caro. Sus compañeros recuerdan al menos tres ocasiones en los que Nairo Quintana llegó con la camisa en hilachas, desollado por las raspaduras que le había dejado el haber caído en un abismo.

Sin que nadie se diera cuenta, el líder del Movistar se levantaba a las cuatro de la mañana para poder practicar dos horas en su pesada bicicleta de 14 kilos. Antes de que amaneciera llegaba hasta Barbosa. A veces se cruzaba con pelotones de ciclistas entrenando, se unía a ellos y  los dejaba regados en el camino a pesar de no tener una bicicleta de carreras. Estaba preparándose para ser uno de esos muchachos que tanto admiraba Don Luis en las carreras que miraba por televisión. Cuando Nairo tenía 15 años, le dijo a su papá que quería ser ciclista. El viejo sin reparar en gastos le dijo que sí, que le iba ayudar.

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Tomaban un bus y se iban a competir con una destartalada bicicleta que Don Luis consiguió en 80 mil pesos. Nairo les ganaba a todos sus rivales sin importar que llevaran bicis profesionales. Su papá lo seguía en un Renault 4 que a veces le prestaban y en los asientos de atrás llevaban los repuestos de las llantas. Su primer gran rival, mucho antes de encontrarse con el británico Chris Froome, fue Juan Pistolas. El papá del que era considerado el mejor ciclista de Cómbita desafió a Don Luis a un duelo: estaba convencido que Juan era mejor que Nairo. El señor Quintana, sin una moneda en el bolsillo, aceptó la apuesta de 400 mil pesos que se los prestó su compadre, el carpintero y borracho inveterado Belarmino Rojas.

Juan, hijo de un poderoso transportador de la región, llegó ataviado con un traje de equipo profesional y una bici de carreras. Nairo tenía una pantaloneta cualquiera, los Croydon roídos y la bicicleta pesada, incómoda. El pueblo se paralizó por un desafío que no fue tal: Nairo Alexánder lo derrotó en las primeras ramplas del Alto de Soto.  Los 400 mil pesos fue la primera plata importante que le entró a los Quintana-Rojas por culpa del ciclismo.

El resto eran billetes sueltos que ganaba en las competencias locales. Con eso, Nairo pagaba el transporte y ayudaba con la casa. Siempre fue un buen hijo. Rusbel Achagua, un entrenador local, fue el primero que le echó el ojo al joven portento. Don Luis y Rusbel intentaban convencer a los comerciantes del pueblo para que apoyaran al muchacho. Mientras tanto Nairo y su hermano Dayer se transformaban ocasionalmente en taxistas para ayudar en la economía del hogar.

Iba bien, pensaban incluso que sería el ciclista más joven en participar en la Vuelta a la Juventud. El sueño se truncó abruptamente: un taxi lo atropelló cuando recién cumplía 17 años. Lo recogieron exánime, lo llevaron a la clínica, no reaccionaba. Estaba en un coma profundo del que Don Luis y Doña Eloisa pensaron que nunca saldría. Pero Nairo era un luchador y un mes después despertó y seis meses pasaron para volver a subirse en una bicicleta y una década más adelante ganó el Giro, fue dos veces subcampeón del Tour, está a punto de ser campeón de la Vuelta a España y es el único ciclista en la tierra capaz de destronar a Chris Froome.

El secreto de su éxito fue haber ido muy lejos en el dolor.

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