Conocí a Doña Helena hace casi 5 años. Estábamos con José, un amigo de mi colegio, y se nos había encargado una tarea para la clase de religión que consistía en hacer una entrevista. ¿El objetivo? para serles sincera ya no recuerdo cuál era.
Pero ahí estábamos parados frente al Hospital Infantil de Pasto, mirando para todo lado, preguntándonos a quién podíamos entrevistar (recuerdo que podíamos escoger a cualquier persona de la calle y pedir su colaboración).Hacía un sol de los mil demonios. A mis 16 años creía que todo era azar; aún una buena parte de mí lo piensa. Sin embargo, puedo decir que lo que llevó a que le habláramos a ella y no a nadie más no fue casualidad porque si lo hubiera sido yo no estaría escribiendo esto.
Era una mujer baja, de piel trigueña con la cara triste, tristísima, esas caras que uno termina confundiendo si es que quieren llorar todo el tiempo o insultarlo a uno pero después de oírla era indudablemente de las primeras. Nos dijo que era líder comunal de uno de los barrios de Pasto, en el que se veía de todo: robos, violaciones, drogas, y que a veces ni la policía interfería porque la situación era pesada. Ella en cambio, siempre se quejaba y hablaba con los jóvenes, con los padres, la comunidad era parte de ella y ella era parte de la comunidad.
-- Yo no tuve la vida más fácil del mundo pero eso no es excusa para meterme en las drogas.
Bajo el sol que seguía ardiendo, le preguntamos sobre su vida ¿de dónde era? (su acento en absoluto era pastuso). Era de la zona cafetera.
-- Pero buena parte la viví en una de las zonas rojas de Colombia, dijo Doña Helena.
-- ¿Qué pasaba allá?, dije
-- Muchachos, la guerra es lo que siempre pasa
Cuando Doña Helena aún era una adolescente, vivía en un pequeño pueblo del Urabá, era un lugar igual que cualquier otro del mundo a diferencia que ahí la atmosfera olía a miedo. Un día, dice Doña Helena, los paramilitares tomaron el pueblo y empezaron a sacar a los campesinos de sus casas a la plaza, los amenazaron a todos diciéndoles que ya sabían que ayudaban a la guerrilla y que por eso iban a poner las cosas en su lugar. Muchos murieron y los que no, quedaron advertidos. Los seres humanos podemos albergar años el dolor y en un segundo condensarlo en una sola historia, que no por eso pierde importancia pero que de todos modos no alcanza para asir lo inasible, lo inteligible, lo monstruoso:
-Tengo la imagen de una niña pequeña tomada de la mano de sus padres y como no quería dejarlos ir entonces los paras les cortaron los brazos con sierras eléctricas para separarlos. Brazos que terminarían en el río más cercano donde ellos siempre tiraban lo que quedaba.
Este fue el monstruo que perseguiría toda la vida a Doña Helena.
Eso es lo más importante que puedo escribir sobre la conversación que tuve con Doña Helena para propósitos de este texto. Agradezco haberla conocido pero espero que nadie vuelva a conocer a otra Doña Helena después del acuerdo.
Ahora bien, yo no viví nada de la guerra. Tuve la suerte de no vivirla, de estar sentada en mi casa escribiendo sobre una historia real que le pasó a alguien más y que tal vez por eso, por tener una vida más fácil, vida que muchos colombianos han tenido con los problemas cotidianos de cualquier adolescente, algunos de esos colombianos puedan llegar a pensar que la guerra es mejor. Mis problemas cotidianos a los 16 eran quejarme por lo que mi novio no hacia por mí o porque mi mamá no me mandaba a la fiesta de quince años de mi mejor amiga. Y es verdad que mientras debatía sobre si me compraba un vestido o unos jeans, al mismo tiempo en otro lugar de Colombia una persona que también tenía dieciséis años veía como le mataban a toda la familia, como perdía su casa después de tenerlo todo y llegaba a Bogotá a pedir limosna, una persona como yo no podía tener novio ni ir a fiestas ni quejarse de sus padres, seguramente porque ya estaban muertos o desaparecidos o secuestrados. Una persona como yo a los 16, olvidada en el campo, condenada por haber tenido que nacer donde nació, carga un fusil y vigila a lo lejos a media noche entre la inhóspita selva y espera poder matar a algún soldado y no morirse primero.
Ahora tengo 22 años. Sigo sin saber lo que es la guerra. Sé que hay otra persona que tiene 22 años en otro lugar del mismo país y que tiene miedo de morir porque sí ha conocido la sangre. Tiene miedo de volver a las explosiones, a las sierras eléctricas, a los secuestros, a los asesinatos. Yo de lo único que tengo miedo es de no pasar a prácticas porque en un año estaré terminando psicología y lo más cercana que tengo la guerra es porque la estamos estudiando en un diplomado sobre Construcción de paz. No te conozco joven de 22 años, pero sé que lo único que nos hace diferentes es la suerte con la que nacimos. No puedo cambiar todo lo que te fue arrebatado injustamente por aquel gobierno que decía defender a sus campesinos y aquella guerrilla que perdió sus ideales en el camino. No puedo devolverte a tus padres ni tu infancia ni tu felicidad. No puedo devolverte todos los años de colegio que te quitaron, ni la fe en este país con algunos que pese a las cifras, los testimonios, las fosas comunes, los juicios extrajudiciales siguen pensando que la respuesta es seguir en guerra. Lo único que está en mis manos es votar por ti y por todos los jóvenes, los niños, los ancianos, los hombres y las mujeres víctimas del conflicto armado. Se los debo a todos ustedes aunque yo no haya disparado una sola arma en toda la vida, ya que el conflicto sin mi indiferencia, sin la admisibilidad proporcionada por mi interés en otros asuntos, no habría sido posible. No sé si el acuerdo vaya a funcionar pero no podría vivir sabiendo que la única posibilidad real para acabar esta guerra estuvo en mis manos y no fui capaz de tomarla. Votare sí por la paz y trabajaré con todo lo que pueda para construir una sociedad mejor que la que ustedes conocieron, y que solo por eso, en la me siento orgullosa de estar ahora mismo.
Mi voto es una protesta por las víctimas, por la sangre, por amigos que vivieron en el campo sintiendo la guerra y sufren con sus recuerdos, por las personas que no conozco y que esto les salvará la vida. Votaré sí para que esto se termine y para que la democracia sea la salida y no la sangre. Espero que los próximos 50 años celebremos no solo el acuerdo sino la posibilidad de pensar más allá de nuestras narices y egos, celebraremos que fuimos capaces de pensar en alguien más que en nosotros mismos.
A Doña Helena, porque cuando ya no puedo más pienso que usted sigue de pie y me despabilo. Dios me le pague. A Andrés Molano porque tiene razón y aquí todos nos creemos víctimas.