Los grupos guerrilleros de las FARC y del ELN no deciden entrar en un proceso de paz con los gobiernos colombianos para capitular y entregarse. Con ellos toca tener presente cuáles fueron las fortalezas de los procesos de paz anteriores y trabajar de manera creativa para superar los puntos que llevaron a fracasos pasados.
Si algo ha caracterizado los procesos de paz entre los gobiernos de Colombia y las guerrillas de las FARC y del ELN desde la década de los 90 ha sido su carácter abierto.
Esto es, procesos de paz que no logran configurarse como espacios para una rendición inmediata de las guerrillas y sin condiciones (posición que, naturalmente, buena parte del país quisiera presenciar para facilitar un acuerdo definitivo), sino como espacios que para las partes ofrecen garantías para una negociación que en caso de no mostrar avances satisfactorios, permiten la retirada segura de los miembros negociadores del proceso de paz y su retorno a la confrontación armada.
En este sentido, y gracias a que grupos como el ELN continúan bajo la dirección del llamado Comando Central (Coce), el mismo que llevó a cabo las negociaciones de paz de La Habana entre 2005 y 2007 con el gobierno Uribe Vélez, sería necesario retomar, e incluso, aprovechar los avances que dicho proceso evidenció para evitar posiciones cerradas que terminaron por debilitar y romper la mesa de negociación.
Tal proceso sólo llegó hasta la fase de prenegociación, pues la fase, que duró dos años, si bien tuvo éxito en la instalación formal, fracasó en el objetivo central, que fue el de construir una agenda de negociaciones conjunta que permitiera a las partes pasar a la fase de negociación de los puntos que las mismas establecieran.
En primer lugar, el citado proceso de paz avanzó en el reconocimiento político del ELN, mediante la aplicación de la calidad de “miembros representantes” y la aportación de salvoconductos y esquemas de seguridad para la movilidad y asistencia de sus voceros, tanto a los espacios de negociación con el Gobierno, como a las reuniones de la insurgencia con sectores de la sociedad civil, la comunidad internacional y las autoridades locales.
Sin embargo, tal proceso evidenció inmadurez en la medida en que el Gobierno de entonces negaba, una y otra vez, la existencia de un conflicto armado interno. Es decir, se buscó un proceso de paz que reconocía al adversario del Estado, pero no daba lugar en un comienzo a reconocer causas del enfrentamiento. Este punto no representaría un obstáculo para un nuevo proceso, debido al claro, formal y reiterado reconocimiento que el Gobierno Santos ha dado a la existencia del conflicto armado y, por ende, a la posibilidad de hallar un acuerdo mínimo sobre el conflicto para proceder a las medidas de tratamiento.
En relación con esto, resulta aleccionador tratar de evitar condiciones previas para la negociación. El Gobierno Uribe propuso a esta guerrilla concentrar sus tropas para efectuar una veeduría al cese de hostilidades y eso no funcionó. El condicionante de la “ubicación” representa una exigencia de confianza que, por lo visto en dicho proceso, iba más allá de la confianza que está dispuesta a mostrar una guerrilla que no desea desmovilizarse hasta tanto se firme un acuerdo aceptado por las dos partes.
En este sentido, según las últimas declaraciones del Vicepresidente Angelino Garzón, y dada la situación del proceso con las FARC en La Habana, una mesa de negociaciones con el ELN sería fuera del país, y sin cese el fuego, infortunadamente.
Otro elemento aleccionador para el futuro tiene que ver con evitar utilizar temas como la extradición y los de la justicia penal internacional como elementos de presión contra los voceros de las guerrillas, sin integrarlos de manera clara y explícita en la agenda de negociaciones, como sucedió en aquel proceso de paz.
También es importante, si en verdad hay voluntad por parte del Estado de ofrecer medidas de reintegración y participación políticas, que esto no se haga como una oferta para una paz exprés, sino como un punto de la agenda que debe discutir los mecanismos de participación del o los movimientos políticos que surjan de los acuerdos, así como los de refrendación de los mismos.
De igual manera, el tema del secuestro debe ser tratado con mayor audacia, con propuestas de intercambio humanitario y acuerdos de reducción de hostilidades que termine con esta práctica. Es, sin lugar a dudas, un punto que genera muchos “callos” en la opinión pública nacional e internacional, y se ha convertido con razón en la bandera de quienes se oponen a los procesos de paz con las guerrillas.
Por último, se debe intentar aprovechar el momento político en que se encuentra Latinoamérica en relación con los nuevos liderazgos de izquierda, para impulsar políticamente los procesos de paz y no permitir que este mismo factor se convierta en un enemigo de la salida negociada. Al fin de cuentas, hay que recordar que un proceso de paz abierto solo encuentra salida si se construye sobre una posición cooperativa de “ganar-ganar”. El único miedo posible debería ser a la continuación de esta guerra que cada vez más nos acostumbra a ser un país que convive con la barbarie y el odio político.
Oscar Castaño
Politólogo, docente Unisabaneta