Los temas que tenía preparados para esta columna ya no funcionan. Podría intentar hablar sobre los Olímpicos, nuestros deportistas, nuestros dirigentes deportivos (políticos) y el recorte del presupuesto de Coldeportes. Podría también emprender una reflexión sobre las energías alternativas o quizás conversar un poco sobre cafés especiales. Los tres temas me gustan y sería interesante desarrollarlos en este espacio de 800 palabras. Pero no van. No pueden ir porque hace 3 horas y 22 minutos me senté, como millones de colombianos alrededor del mundo, frente al televisor a ver el fin de un conflicto armado el cual ha sido fuente de dolor, excesos y llanto que, durante medio siglo, han moldeado y fracturado casi todo en este país. Y con el fin llega el principio de un proceso emocionante y complejo de construcción de paz territorial y de apertura política.
Mientras observaba a los garantes y plenipotenciarios de guayabera leer considerandos y puntos acordados, me embargaban sentimientos diversos : sonrisas, ceño fruncido, mi mirada se perdía en los recuerdos o trataba de vislumbrar el horizonte que llega. Claro que sentía felicidad, pero como siempre, la felicidad llega acompañada .
Como Secretario de Gobierno de Antioquia me enteré que se iniciaba un proceso de paz y desde ese momento he estado atento a los avances, comentarios, críticas, anécdotas y a los textos mismos de los acuerdos. Sin embargo, confieso que hoy, por momentos, me preguntaba si de verdad por fin estaba pasando. No es un cliché. Para la mayoría de nosotros el conflicto armado es lo normal (nunca positivo), lo cotidiano, lo que no cambia, lo que simplemente ha estado ahí. Por intereses académicos, por responsabilidades y funciones públicas o privadas; porque se vivió en carne propia o sangre cercana, de una u otra manera, fuimos testigos o protagonistas de un conflicto verdugo de millones de vidas. Que se acabe, que deje de existir, es una fractura y un quiebre que, aunque bienvenido, nos exige superar el escepticismo, la desconfianza y empezar a caminar sobre campos inciertos. Recordar el proceso de Belisario (felicidad que pudiera presenciar el fin del conflicto), Caracas, Tlaxcala, las macabras puestas en escena del Caguán y las liberaciones e intercambios de Uribe, necesariamente nos ponen en guardia frente a las Farc y a las negociaciones.
Acá no hay sillas vacías, ni bravuconadas,
ni ministros haciendo campaña por el No
Pero este no es el caso. Acá no hay sillas vacías, ni bravuconadas, ni ministros haciendo campaña por el No (aunque hay un vicepresidente muy calculador esperando a ver las cartas ajenas antes de abrir las suyas). Lo que hemos visto es un proceso público en el que desde hace más de un año se decretó el cese al fuego unilateral y, desde el pasado 23 de junio, un silenciamiento bilateral de los fusiles. En el terreno hay una comisión internacional de verificación con el objetivo central de recibir las armas de las Farc y un buen número de actores vigilan el avance y el cumplimiento de condiciones para hacer realidad el fin. Acá, además de las palabras hay acciones, o mejor, ya no hay acciones bélicas. Habla fuerte y claro de este proceso la caída en las cifras de muertos y heridos; una prueba inicial de lo que significa terminar el conflicto. La duración de las negociaciones es para algunos un problema. Para mi es otra señal de que no estamos ante uno de los fallidos procesos anteriores. Cuatro años sin despeje, sin cese bilateral y sin liberaciones de guerrilleros, durante los cuales se han discutido, negociado, redactado, firmado y publicado acuerdos sobre diferentes temas, demuestran la madurez y compromiso de las partes y del proceso mismo. “Acuerdo, final, total y definitivo,” dice el cubano, y sabe a verdad.
Quise poder levantar el teléfono y llamar a mi mamá,
“Madre mía, ¿estás viendo lo que está pasando?”
Tanta gente que trabajó y soñó con un país más allá del conflicto armado.
Quise poder levantar el teléfono y llamar a mi mamá, “Madre mía, ¿estás viendo lo que está pasando?” Tanta gente que trabajó y soñó con un país más allá del conflicto armado. Hoy esta firma también les pertenece a quienes entregaron sus sueños, su libertad y su vida para construir un país decente y en paz.
Pero este fin del conflicto, (propuesto por un presidente impopular pero valiente), admirablemente liderado por un equipo de negociadores serio, responsable, riguroso y dedicado, les pertenece a las nuevas generaciones, por encima de todo y de todos. Si nuestros hijos y sus hijos no heredan este conflicto que pasó de generación en generación, no tendrán que recibir tampoco el odio y el dolor que de él se desprende como una plaga destructora. Que los libros de historia y Wikipedia les cuenten que una vez, hace años, ejércitos de jóvenes colombianos, en su mayoría campesinos o citadinos estratos 1 y 2, se mataban unos a otros en nombre de una cosa y de la otra… y de ambas. Que en el relato no falte el dolor que causó, a miles y miles de familias en todos los rincones del país, un conflicto degradado; que se evidencie cómo, al final, nada, absolutamente nada de lo que se buscaba, legitimaba la barbarie. Que la historia deje testimonio de que fue con la palabra, frente a frente y apelando a la verdad, a la justicia transicional y a la reparación como se terminó un capítulo repleto de pesadillas. Es hora de empezar a escribir uno lleno de esperanzas y de sueños.