El urbanista y semiólogo argentino radicado en Colombia, profesor Juan Carlos Pérgolis, en su libro comentado ya en esta columna, El deseo de Modernidad en la ciudad republicana, define lo concerniente a Barranquilla y el río en términos “del deseo y la integración con el mundo”. Es decir, ese deseo en la sociedad barranquillera a finales del siglo XIX estaba cargado de imágenes tangibles y relatos de primera mano de los muchos inmigrantes que llegaban a su puerto y acercaban el mundo a la ciudad. Barranquilla, junto al gran río, la de las calles de arena que el viento arremolinaba, era parte del mundo.
Por eso, para observar el anhelo de modernidad en la ciudad-puerto hay que referirse a sus inmigrantes, a su inserción y presencia en la sociedad local: comerciantes, banqueros, industriales, agentes de casas comerciales extranjeras, de compañías de navegación fluvial y de astilleros.
Y por supuesto, hay que referirse también a la vida de los barranquilleros de ese momento vinculada también a la dinámica del río de entonces: los vaporinos, el comercio menor en las canoas por los caños, los pescadores, la legión de marinos, mecánicos, estibadores, fogoneros, prácticos, capitanes, las aventuras de los viajes río arriba hacia el interior, el transporte de pasajeros en pequeñas embarcaciones por la región… todo lo significaba el río en una ciudad que en relativos pocos años había alcanzado un desarrollo poblacional ciertamente extraordinario. En 1875 Barranquilla tenía 16.000 habitantes, en 1905 llegó a los 40.000 y en 1938, 150.000.
Era el río entonces el que hacía posible en la ciudad la vida cotidiana y los grandes hitos excepcionales de su historia: comunicaba, encarnaba, traía y llevaba los sueños y las realidades en el marco de ese deseo de modernidad que no solo creó una ciudad regional en su importancia sino que fue también una ciudad nacional al posibilitarle al país todo lo que las otras ciudades también deseaban: la entrada de personajes, libros, artistas, mercancías, objetos, conceptos, ideas, novedades de otros mundos…
El profesor Pérgolis construye esta idea de modernidad a partir de dos conceptos que se unen en el marco teórico de su trabajo: el primero es la idea de modernidad que Walter Benjamin identificó simultáneamente como un mundo de ensueños y como el despertar de una clase social revolucionaria; el otro es el concepto de deseo colectivo, entendido como un impulso que mueve a la comunidad hacia algo que no tiene y cree encontrar más allá, afuera de sí misma.
Así entonces, en la misma medida en que es el río el que le permite a la ciudad el cumplimiento del deseo de integración con el mundo, es también por lo tanto un factor de historia y de memoria que al quedar poco a poco fuera de la agenda de la ciudad y de su vida ciudadana requiere una indagación de razones como las que desde hace más de veinte años hemos estado planteando desde diferentes foros en la ciudad, en la búsqueda de las respuestas que nos digan qué queda de toda esa historia en el imaginario de sus gentes de hoy.
Cabría entonces también una aproximación como la siguiente: El oficio del Río es simplemente estar ahí, discurrir, siempre nuevo y distinto. Su sola presencia es una realidad inapelable, un planteamiento filosófico clásico, un destino. Podemos no estar de acuerdo con él pero tenemos que enfrentarlo. Al margen de los peces que pueda dar, y de los ahogados que pueda arrastrar, o de los desastres que pueda causar, el Río es ante todo un personaje-paisaje con el que se tiene la obligación de aprender a convivir, respetándolo y dominándolo con inteligencia, sensibilidad, tiempo, ciencia y dinero, y ante todo leyéndolo cada día e interpretándolo como un signo fundamental de toda comunidad que tenga la fatalidad histórica de estar en sus riberas, como ha ocurrido con las grandes ciudades de la historia que han sido forjadas por los ríos.
Pero fue precisamente la pérdida de esa lectura del río, la falta de ese diálogo entre ciudad y río la que empezó a hacer difusas y prescindibles tales relaciones hasta producirse el fenómeno de abandono que lo ha dejado por fuera del imaginario de la ciudad. Por eso no podemos soslayar que no solamente el Río no ha estado allí para los barranquilleros, en cuanto este fue cancelado de su vida al construirse una barrera de aislamiento que impide físicamente que cualquier ciudadano acceda a su orilla para tener contacto con la propia geografía que él mismo habita, sino que ese derecho fundamental siempre ha figurado de manera anómala y sospechosa en la agenda de la ciudad y en sus grandes decisiones que tienen relación con el futuro del puerto y de la ciudad misma, y que solo hasta ahora aparece como un tema en el último programa de gobierno de la ciudad.
Tal distancia impide el ejercicio ciudadano de prácticas espaciales significativas generadas desde el poder o desde las bases comunitarias que vinculen a la Ciudad con el Río. Tal vez por eso no sea probable considerar al Río como paisaje particular y representativo de Barranquilla, el particular resumen metonímico de su territorio.