El tema de intentar alargar la vida de los seres humanos presenta varias inquietudes que, a pesar de no ser ‘políticamente correctas’ o presentables, tiene repercusiones en el campo económico que valen la pena ser debatidas.
Mucho se discute respecto al costo de las ‘enfermedades terminales’ y al derecho del individuo a que sean cubiertas por las diferentes formas de seguridad social. Y se reconoce la duda sobre si debe prevalecer el derecho de la persona enferma sobre los derechos de los otros pacientes que no alcanzarían a recibir la atención necesaria porque esos gastos —por lo altos— consumirían los recursos de lasentidades responsables de cubrir esas enfermedades.
Pero desde el punto de vista de la colectividad —no de los derechos de los unos o de los otros— no tiene sentido lo que implica el ofrecer mantener vivas a personas que en la realidad ya no solo no están disfrutando la vida, sino están sufriendo innecesariamente una prolongación que nada les aporta.
Y es que puede existir una distorsión en el concepto de ‘muerte natural’, lo cual nos ha llevado a olvidar que la vida natural está definida por la muerte; hemos aceptado la idea que postergar ese evento al máximo es lo prioritario, cuando lo que sería ´natural’ sería darle más importancia al carpe diem, a vivir intensamente el día y el momento, estando dispuestos a despedirnos del mundo cuando ya no seamos capaces de disfrutarlo.
La obsesión social por lograr alargar la vida es además retroalimentado por el sistema mismo de la sociedad de consumo. Buena parte y seguramente la gran mayoría de los productos que se nos ofrecen aprovechan esa tendencia a una ‘vida sana’ como una estrategia comercial. Es probable que en efecto los productos ‘orgánicos’ contribuyan en algo a una buena salud —satisfaciendo así la idea de que se podrá vivir más tiempo—; pero la realidad es que lo que puede eventualmente cambiar es mínimo cuando no inexistente. Es el caso del gluten que ha consumido a lo largo de la historia la humanidad sin que se le conocieran inconvenientes y que hoy está claro que solo podría afectar en casos excepcionales a personas de la raza caucásica pura, pero se distribuyen alimentos gluten free como si fuera quitándoles un veneno que acortara la vida. Y así la leche sin lactosa, o el café sin cafeína, etc.
Hoy la obsesión por la salud —y en algo parecido en la obsesión por la belleza—
se han convertido no en una fuente de satisfacción
sino en una de angustia
Hoy la obsesión por la salud —y en algo parecido en la obsesión por la belleza— se han convertido no en una fuente de satisfacción sino en una de angustia, y quien no se ve sano y bello no solo sufre una discriminación sino vive esforzándose por cambiar su naturaleza.
Es válido el argumento de que acostumbrarse al ejercicio y a la ‘comida sana’ además de alargar la vida debe permitir disfrutarla mejor cuando por la edad se empiecen a mostrar deficiencias físicas, Pero eso equivale a no gastar ahora para tener ahorrado para el futuro, es decir renunciar al hoy por la expectativa del mañana.
Los recientes casos del padre de Matador y de Tito Livio Caldas han puesto sobre la mesa el debate sobre la ‘muerte asistida’ como un tema moral o incluso religioso.
Sin quitarle importancia a este aspecto —porque los valores y las creencias de las comunidades no solo son respetables sino deben ser defendidas—, lo cierto es que los costos de esa ‘obligación’ deben ser comparados con los beneficios que presenta y con las alternativas posibles bajo una política de Estado.
El que cada individuo pudiese decidir cuándo y cómo irse al otro mundo debería no ser una excepción sino algo parecido a la donación de órganos, una opción que el Estado debería estimular y ofrecer a todo ciudadano.
Esto implicaría ahorrarle a la comunidad inmensos gastos, además de reconocerle a la persona como ser humano el derecho a decidir sobre el momento propiamente culminante de su vida.