Estimado lector colombiano: usted y yo tenemos algo en común que va más allá de cualquier costumbre, rito, mito, equipo de fútbol, telenovela o folclor. Usted y yo compartimos, desde hace más de medio siglo, la barbarie de un conflicto armado que nos ha dejado como resultado no solo la muerte física de cientos de miles de patriotas que contaban con los mismos derechos que nosotros, sino que también hemos compartido una serie de muertes y violencias simbólicas que nos han matado y destruido más que la fe y la esperanza en este degradado amarillo, azul y rojo que es Colombia.
¿Muertes simbólicas? Sí, como la de Jaime Garzón, Jorge Eliécer Gaitán, la de líderes sociales, líderes estudiantiles, campesinos, indígenas, afro descendientes, niños, niñas, artistas y profesores; muertes que no solo acabaron con el cuerpo, sino de paso también con la democracia, la pluralidad, la libre expresión, la diversidad, el libre pensamiento, el arte, la educación, la igualdad, la justicia y finalmente la libertad.
¿Desalentador? Sí, mucho. Sobre todo porque estas muertes simbólicas provienen de todos los sectores por los que alguna vez votaron y eligieron nuestros abuelos y padres. Sean dirigentes de Derecha o de Izquierda, aquí parece no haber una parte más buena que otra, pues todos de alguna manera y cobijados por la misma constitución, han hecho y deshecho en Colombia como se les ha venido en gana.
Esta violencia, la que no se ve, es precisamente la misma que hizo y hace que el conflicto armado se haya normativizado, convirtiéndose en rutina y cotidianidad para todos nosotros y hasta en ocasiones legitimándolo. ¿Legitimarlo? Claro que sí, admirando asesinos y narcotraficantes, en parte también a las series de TV que dedican tiempo a ello, o eligiendo a los mismos corruptos una y otra vez cada cuatro años, ¿acaso ignorar y dejar de importarnos las 220.000 muertes que ha dejado el conflicto o los 27.000 secuestros, o las 1982 masacres, o las 25.007 desapariciones forzadas, o los 5’000.000 de desplazados, o las 10.189 víctimas de minas anti-persona o los 5.156 casos de reclutamiento forzado no es legitimar la violencia?
Cabe preguntar, ¿quién repara esta violencia simbólica? ¿Quién nos garantiza la no repetición? ¿Cuánto tiempo o generaciones durará en romperse el imaginario social y/o colectivo de guerra, droga y corrupción en el país?
Haga usted el ejercicio, ¿Qué es lo primero que piensa cuando digo la palabra “Colombia”?
Ni siquiera una eventual firma de paz con las FARC o incluso con el ELN sería suficiente para acabar con esos imaginarios que nos han gobernado nuestras consciencias generación tras generación. No obstante, un posible Post-Conflicto (donde las víctimas sean las principales beneficiarias) podría ser el principio.
Colombia es mucho más de lo que siempre han trasmitido los noticieros, este territorio es más que guerrillas, paracos, droga, corrupción. ¡Ser Pillo en Colombia NO puede seguir siendo un común denominador ni un fin justificado!
¿De qué se trata entonces? Se trata de transformar esta habitual cultura de guerra por una cultura de paz, y eso NO debe depender del gobernante de turno ni de procesos de paz con las guerrillas, depende de acciones básicas y consecuentes con la realidad, como hacer memoria y no olvidar a las víctimas de todo este conflicto, de elegir bien los gobernantes, de no polarizar el país en Derecha o izquierda radicales y, por último, de SIGNIFICAR y DIGNIFICAR la constitución política, a los líderes que promueven los derechos humanos y a las minorías. De esa manera, empezamos a romper los imaginarios de guerra que han perdurado y que nos violenta de todas las formas físicas, psicológicas y simbólicas.