Relata la historia que por allá en el año 1312, en un pequeño Condado ubicado algo al norte de lo que una vez fue Checoslovaquia, reinaba ahí un noble de canosa barba y a quien sus abnegados y felices súbditos llamaban el doctor. No era doctor de nada, pero esas minucias siempre carecen de importancia.
El estado de las cosas eran normales, sin mayor asunto que destacar, salvo el alarmante casos de unos señores muy mal encarados que en unos carros pintados de amarillo y tirados por un burro llevaban a la gente de aquí para allá y la cosa no es de alarmar salvo por el inquieto hecho de que tal servicio era carísimo, unas tres monedas de oro por llegar al rio, y en la bajadita que va del mercado a la plaza principal ponían el turbo en las piernas del burro y lograban velocidades inauditas ocasionando casi siempre que a mitad de bajada el carro era incontrolable y el burro con la adrenalina a mil aumentaba y aumentaba la velocidad para al final de la travesía estrellarse contra el mundo y ocasionando siempre no menos de tres muertos.
—¿Qué hacer?, preguntó el doctor a su Consejo de sabios y uno de ellos, precisamente el encargado de la movilidad propuso modificar la inclinación de la calle y ponerla de subida. Discutieron como tres horas hasta que alguien cayó en cuenta que tal vez aquella solución no era ninguna solución ya que los mismos accidentes irían a ocurrir para los trayectos de la plaza principal al mercado que ahora sería de bajada.
Todos guardaron silencio y uno novato e indeciso propuso que qué tal si de ahora en adelante se propone que a los dueños de los amarillos (así se llamaban en el argot popular) se les exija pasar un estricto examen de conducción y que las leyes que hay sobre exceso de velocidad y respeto a los transeúntes se cumplan con severidad. La risa de todos detuvo las palabras del funcionario y el doctor propuso como única medida salomónica que lo mejor era llevarse bien con los amarillos, que a ellos se les debe mucho y que lo mejor era que pudieran cobrar cuatro monedas de oro si disminuían los accidentes en un tres por ciento.
El doctor propuso como única medida salomónica
que lo mejor era que pudieran cobrar cuatro monedas de oro
si disminuían los accidentes en un tres por ciento
Dice la historia que todo siguió igual y hubo casos en donde con la moneda de oro adicional muchos amarillos compraron otro burro y la cosa se volvió insostenible y relatan los anales que hubo un día caluroso en donde en el lapso de diez minutos hubo diecisiete amarillos accidentados y el número de fallecidos nunca se pudo establecer. Cabe mencionar que aquel funcionario que propuso aplicar la ley fue sometido a catorce latigazos y parece que le sacaron los ojos. Obviamente fue despedido.
Han transcurrido muchos siglos desde aquella historia y hoy en casi todo el mundo los vehículos de transporte público son conducidos bajo estrictas medidas en donde la regla es el respeto al pasajero y a los peatones y todas las reglas inherentes a una agradable convivencia, salvo unos pocos sitios en donde lo único que reina es el caos.
Y como parece que a veces no se aprende de la historia, ante la demencia del tráfico bogotano y el irrespeto a todas las normas por parte de los conductores de los amarillos (qué casualidad, …, también amarillos), el alcalde de la ciudad a quien también apodan el doctor (ya van dos casualidades) no propone que se cumplan las normas, sino repitiendo experiencias pasadas determinó que se les da algo así como quinientos pesos adicionales por cada carrera que paga el pasajero si por favor estimados y respetables amarillos merman algo la velocidad de los pequeños bólidos.
Alguien habrá propuesto que reconstruyeran la carrera séptima para que quedase de subida y dice alguien lejano al chisme que en eso estuvieron discutiendo como tres horas.
Nadie propuso hacer cumplir la ley recordando con seguridad lo ocurrido a aquel funcionario que con ingenuidad en cierta oportunidad lo propuso.
Y hablando de…
Y hablando de ingenuidad, ¿qué pensaremos hoy todos aquellos que vimos con efervescencia y calor los aires nuevos que llegaban a Nicaragua con Ortega y los sandinistas, convertida hoy en un aire maluco de un Ortega que va para un cuarto mandato en un gobierno dictatorial y corrupto?
La historia parece que no perdona.