Hace años, cuando nos formamos políticamente, las cosas eran más sencillas que ahora: los que pensábamos diferente éramos considerados guerrilleros, el resto eran gobiernistas.
Ahora, los que apoyamos la Paz somos considerados Santistas, pero también nos dicen Uribistas a quienes no creemos en las Farc; quienes se declaren Uribistas son calificados como terroristas de derecha y los Santistas son gobiernistas de izquierda, liberales o del partido del arco iris, es decir la U (por los colores de su logo).
En las regiones, ni se diga: cuando hablamos que nos gusta alguna obra de Peñalosa, entonces somos derechistas y criminales ambientales, pero quien rememore la Bogotá Humana de Petro lo señalan de mamerto. En la Costa Atlántica los que no voten por Vargas Lleras seguramente los juzguen como cómplices del Kiko que está en la cárcel, a pesar de venir ambos del mismo partido.
Si nos gusta Fajardo no sabemos ni qué somos. Y también en esta época hasta por la condición sexual corremos el riesgo de que se nos impute la filiación política.
En fin, este desorden ideológico es producto de que en Colombia la democracia se alimente más de los egos y vanidades de los delfines, de los exfuncionarios o de los que tienen plata para tirar a lo alto en las campañas, que de verdaderos "proyectos colectivos de nación" que nos pongan a soñar diferente.